por Darío Charaf
(psicoanalista, docente, padre)
I tried hard to have a father
but instead, I have a dad
Kurt Cobain
I.
Hay cosas que si no pasan por las grandes plataformas no pasan. Si bien Cobra Kai (2018-…) ya tenía un público antes de su llegada a Netflix, fue solo tras su absorción en esa gran plataforma de entretenimiento vía streaming que se transformó en un boom. Contra toda esperanza de concebir a internet o al ciberespacio como factores de democratización de la palabra y de los contenidos, son unas pocas empresas las que vía sus algoritmos y aplicaciones deciden lo que vemos y lo que escuchamos, lo que compartimos y lo que consumimos. En el capitalismo tardío no vemos series, somos vistos por Netflix, Amazon y HBO; no escuchamos música, somos escuchados por Spotify; no compartimos en redes sociales, somos compartidos por Facebook e Instagram (que son una y la misma empresa); y, por supuesto, no consumimos: somos consumidos. La mercancía fetichizada y virtual que circula en el capitalismo actual somos nosotros mismos.
Cobra Kai es un fiel reflejo de su (nuestra) época: como si fuera consciente de la lenta cancelación del futuro que provocó el neoliberalismo (idea de Bifo Berardi que desplegó con lucidez Mark Fisher en Los fantasmas de mi vida) y la consecuente inhabilidad de la cultura contemporánea para producir verdaderas novedades, la serie se propone recuperar uno de los éxitos cinematográficos de los años 80, Karate Kid (1984). 35 años después los personajes (¿y los actores?) se encuentran detenidos en el tiempo, en una adolescencia que no termina de ser pasado sino que se presenta espectralmente como actualidad.
Un Johnny Lawrence arrugado maneja el mismo auto, escucha la misma música y usa la misma remera que en los ‘80; el acontecimiento de su vida, que lo continúa determinando y que no parece haberse encadenado con nuevos acontecimientos, sigue siendo su derrota en el torneo de karate All Valley de 1984. Futuros perdidos. Como contrapartida, un Daniel Larusso aburguesado y aparentemente triunfante ha transformado las enseñanzas del Señor Miyagi en una estrategia de marketing para vender autos y así sostener su posición como miembro de la clase dominante de la sociedad; Daniel, tan acosado por los fantasmas del pasado como Johnny, ha reducido su épica Patada de la Grulla a una marca. Primero como tragedia, después como farsa.
Los guionistas parecen estar advertidos de su uso casi vulgar de la nostalgia y la serie parece por momentos burlarse de sí misma. Especialmente logrado resulta el momento, al final de la primera temporada, en el que Daniel -con música tensa de fondo- amaga con aplicar las prácticas milenarias de sanación del Señor Miyagi y en su lugar, riéndose de sí mismo, llama a un médico. Esos guiños al pasado pero sobre todo la autoburla por esos guiños es uno de los principales atractivos de la propuesta de la primera temporada: no la nostalgia sin más, sino la promoción de una nostalgia autoconsciente de los callejones sin salida de la nostalgia.
II.
Otra de las cuestiones que aborda la serie es una suerte de “revisión de los valores”: ¿es Daniel Larusso bueno y Johnny Lawrence malo, tal como proponía la trama de la película? ¿Quién es el verdadero agente del bullying? ¿Quién es la víctima, quién el victimario? ¿Es inevitable la reversión de víctima en victimario? No se trata únicamente de un trastorno hacia lo contrario, mediante el cual quien fue maltratado en la adolescencia deviene un “triunfador” en la adultez y quien fue maltratador en la secundaria deviene un “fracasado” en la vida (reversión que invitaría a creer a los maltratados de hoy en una suerte de justicia restitutiva que llegará en el futuro). Junto a esa inversión de los papeles en la adultez la serie propone también otro modo de ver los roles y los hechos de 1984.
Sin embargo, al hacer hincapié en la historia y en la perspectiva de Johnny Cobra Kai no sólo viene a interrogar implícitamente los valores de la época de Reagan (continuados y profundizados en el realismo capitalista imperante) y a decirnos “no hay buenos y malos, es más complejo”. No hay el Bien, de acuerdo, pero ¿qué hacer con el mal, con lo malo, con lo peor? En una época que, lejos de haber ido “más allá del bien y del mal” (como tal vez querría un nietzscheano o un deleuziano contemporáneo), ha producido más bien un desencadenamiento feroz, un desplazamiento interminable, una deslocalización de la cuestión del bien y del mal, ¿dónde y cómo localizarlos(nos) hoy?
III.
Este problema está relacionado con una pregunta que atraviesa la obra freudiana y que la serie permite actualizar, que nunca se formula explícitamente y sin embargo es una de las preguntas cruciales que recupera Cobra Kai: ¿qué es un padre? Ya en Karate Kid esta era una de las cuestiones iniciales de la trama: la ausencia de los progenitores. El padre muerto de Daniel Larusso y su madre que lo cría solo, mudándose de ciudad en ciudad; el padre ausente de Johnny Lawrence (y, complementa la serie, el casamiento de su madre con un hombre rico y violento). Esta ausencia de los padres biológicos se suple, en la película de 1984, mediante el karate: tanto Daniel como Johnny, adolescentes, encuentran en sus senseis figuras paternas sustitutas.
El Señor Miyagi, ex militar japonés, nostálgico por el pasado en Japón y por viejos amores, portador de un saber milenario, figura de paz y de tenacidad, oficia para Daniel (y para la película) como una suerte de representante del padre simbólico (redoblado en la serie como padre muerto). Miyagi, aparentemente viejo y débil, no enseña únicamente cómo dar golpes y patadas, cómo defenderse y cómo atacar: le transmite a Daniel los valores del karate como una filosofía de vida. El entrenamiento físico es secundario a y es un medio para la transmisión de esos valores. Le enseña a su alumno no sólo a luchar, sino y sobre todo por qué causa vale la pena luchar. El saber que transmite Miyagi (“equilibrio”) es simbólico, lo cual no impide que, como todo símbolo, pueda ponerse en práctica, encarnarse en acto, actualizarse en lo real, cuando los acontecimientos lo requieren.
John Kreese, ex militar estadounidense, atormentado por los horrores de la guerra, portador de un conocimiento más “actual”, figura de agresividad y de terquedad, oficia para Johnny y para la horda de “hermanos” Cobra como una encarnación del padre terrible, del padre imaginario. Espejo de Miyagi, Kreese, de apariencia viril y fuerte, enseña a matar o morir, a no tener piedad, a destruir al rival a cualquier costo y por cualquier medio: le transmite a Johnny los valores del american way of life, del capitalismo neoliberal. El entrenamiento físico es un medio para el triunfo y el éxito como únicos valores. Le enseña a sus alumnos no a competir, no a luchar, sino a destruir al otro, con o sin causa. Simulacro de padre, padre fake, pantomima de patriarca, el conocimiento imaginario que transmite Kreese solo puede continuarse en el desencadenamiento de la agresividad, en el retorno de la violencia en lo real.
IV.
Si, entonces, Karate Kid pone el acento en esta suerte de versiones simbólica e imaginaria del padre representadas por el Señor Miyagi y John Kreese, Cobra Kai retomará las consecuencias de esas versiones en lo real (así como nos permite elucubrar hipótesis acerca de distintas versiones del padre en el capitalismo tardío, en estos años de neoliberalismo triunfante). Treinta y cinco años después, Daniel y Johnny pueden ser considerados como una continuidad (fallida) de aquellos símbolos e imágenes de los 80, representantes de cómo el pasaje de lo simbólico y lo imaginario a lo real siempre supone falla, pérdida. En otros términos: que el padre vivo, real (más o menos presente o ausente, más o menos amable u odiable) siempre está atravesado por la falta, que la paternidad es siempre y por definición una operación fallida.
Daniel Larusso aparece como una caricatura del “american dad”: padre presente, amable y dador, siempre sonriente y preocupado por sus hijos y, sin embargo, padre impotente e irremediablemente desorientado frente a las problemáticas que las adolescencias y las infancias suponen. Johnny Lawrence también es presentado de acuerdo a uno de los modos típicamente norteamericanos de abordar la paternidad: padre ausente, alcohólico, no cesa de fallar (aunque no deja de intentar) al acercarse a un hijo abandonado al cuidado de una madre desamorada (que también lo abandona para irse a México con uno de sus amantes). Siguiendo los clichés de la moral puritana estadounidense, vemos en los hijos los diversos descarríos a los que pueden conducir ambas versiones empobrecidas del padre (con las insalvables diferencias de clase que produce una sociedad sustentada en la desigualdad: los hijos del millonario pagan sus desvaríos mucho más barato que los hijos del pobre, que cargan con mayores costos).
En sintonía con ello, encontramos en Cobra Kai una multiplicación de los hijos. Miguel Díaz, quien evoca al Daniel Larusso de los 80 (sin padre, bulleado, buscando una salida en el karate), será entrenado por Johnny Lawrence, junto a otros adolescentes más o menos marginados y maltratados en la secundaria por los jóvenes ricos. La hija de Daniel, Sam, al comienzo pertenece al grupo de estos últimos, rechazando el karate de su padre; su hermano, el hijo varón de Daniel, ausente en la trama durante toda la segunda temporada, aparece en la primera alienado en una tablet y en el mundo virtual. Si Lawrence será el sensei y guía de Miguel y de otros adolescentes que encuentran en él una referencia, su hijo Robby -que no lleva su apellido- será entrenado por Larusso (algo similar sucede en Creed: Rocky Balboa, que no tiene relación con su propio hijo, entrena y enseña a Adonis, hijo de su rival y amigo de los 70-80 Apollo Creed; en algún sentido Creed I y II -2015 y 2018- son a la saga de Rocky lo que Cobra Kai es a Karate Kid).
Johnny entrena al personaje que evoca a Daniel, Daniel entrena al hijo de Johnny: mediante esta circulación de hijos que no encuentran un padre (y, en más de una ocasión, una confusión de los hijos con los padres) la serie parece mostrar no sólo que la función paterna es siempre una operación fallida sino también que un padre siempre es un sustituto, un suplente, que un padre es siempre una metáfora de sí mismo y que la función paterna es una sustitución: Johnny es mejor padre para Miguel que para su propio hijo, quien se refugia en las enseñanzas de Daniel (desentendido de su hijo menor). A su vez, si en 1984 la oposición entre Miyagi y Kreese era binaria y clara, así como las consecuencias de cada versión del padre, en 2018 asistimos entonces a una multiplicación de padres e hijos, a una confusión de los unos y los otros. Karate Kid aborda lo Uno en un mundo bipolar cuyas referencias eran el bloque comunista y el bloque capitalista; Cobra Kai acentúa lo Múltiple en un mundo global carente de toda referencia.
La serie nos muestra que un padre, siempre de modo fallido, sustituto y metafórico, es una referencia necesaria (aún). Frente a la inaccesibilidad estructural del padre como símbolo y más allá de los pavoneos del padre imaginario, el padre real es aquel que, dando muestras de estar atravesado por la falta y por el deseo, hace lo que puede. Entre un padre ausente, un padrastro que le da dinero pero lo abandona y un sensei que intentó asesinarlo, entre todas esas versiones fallidas del padre, Johnny Lawrence no deja de intentar construir una versión, una referencia, tanto para sus alumnos y alumnas como para su hijo. Detenidos en el tiempo frente a un mundo desquiciado que no comprenden, tanto él como Daniel perseveran con torpeza pero con firmeza en el intento de restituir y hacer operar la función paterna como un límite a la agresividad desencadenada y a la destrucción sin sentido, persisten en la apuesta de encontrar un cauce para la violencia (la propia y la de los otros). Eso es el karate en Karate Kid y Cobra Kai: un nombre del padre.

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