Por Emilse Pérez Arias
Y como una sombra que viaja conmigo
La parca siempre viene detrás
Me acompaña, nunca duerme
No descansa, siempre junto a mí
Skay Beilinson,”Oda a la sin nombre”
Pero me escapé hacia otra ciudad
Y no sirvió de nada,
Porque todo el tiempo estaba yo en
un mismo lugar,
Y bajo una misma piel
y en la misma ceremonia
Yo te pido un favor,
que no me dejes caer
En las tumbas de la gloria.
Fito Paez, “Tumbas de la gloria”
[First Reformed es una película de 2017, escrita y dirigida por Paul Schrader (guionista de Taxi Driver), protagonizada por Ethan Hawke]

Probablemente no haya algo más bajón que escribir sobre la melancolía. Mientras escribo esto suena azarosamente la “Oda a la sin nombre”, no hay más perfecta banda de sonido para inspirarse. Entreguémonos, entonces, a ese impulso mortal y… esperemos no morir en el intento.
La melancolía es uno de los cuadros clínicos que más se resiste a nuestras intervenciones. Su padecimiento, el goce implicado, la necesidad de castigo que satisface, hacen que poco y nada tengamos para ofrecerle, es decir, algo que les reconecte con lo vital
1 “Está claro que se trata aquí de un desorden provocado en la juntura más íntima delsentimiento de la vida en el sujeto”, dice Lacan precisando cual es la afectación más radical que se da en las psicosis, el desanganche con lo vital. En Lacan, J. De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de las psicosis. En Escritos II. Ed. Siglo XXI. Bs. As. 1988. Pág. 540.
, algo que logre dar en el blanco: ese punto exacto en el que el cuerpo se engancha con la vida. La melancolía es un pantano viscoso que mantiene pegoteado al sujeto y hunde con él a todo el que pretenda ayudarle a salir. Pero esa misma viscosidad es la que al mismo tiempo le mantiene con vida, elastiza su agonía para que la vida sea efectivamente una muerte en vida. Poco tiene para decir el melancólico, no mucho más que ese mismo tango triste que literalmente se le ha pegado y no puede dejar de tararear.
Dicho en forma románticavoluntarista, la melancolía implica un desafío para nuestros propósitos terapéuticos, que no pueden ser otros sino la (re)conexión con el sentimiento vital. Dicho en forma realista: es poco lo que por la melancolía puede hacerse, lo que quizás sea mucho, hablando de reconectar a alguien con su enganche vital. Entiéndase, no se trata aquí de las voluntaristas “ganas de vivir” o de aferrarse a algún engañoso “sentido de la vida”, sino del alivio que genera saberse faltado por algo o alguien. El melancólico consagra su vida a encarnar el lastre de algo o de alguien que no está dispuesto a perder, para renegar de su ser de falta. No lo puede perder porque eso implicaría que algo le hace falta. La melancolía es el ejemplo vivo de que se puede estar muerto en vida, no como ser para la muerte o como ser consciente de su finitud. Más bien todo lo contrario: el que no se sabe vivo tampoco puede saberse mortal.
Dos referencias teóricas son obligadas de tomar. “La sombra del objeto cayó sobre el yo”, dice una de las referencias ineludibles que Freud nos legó. La sombra es sombra porque camina a nuestro lado, solo en algún momento del día coincide con nuestra corporalidad, pero solo un instante para luego seguir su viaje circadiano. A diferencia de la sombra del tema de Skay, en la melancolía la sombra no “está siempre detrás”, sino delante o más bien dentro. En la melancolía, esa sombra no es sombra, pierde así su cualidad de tal, coincide con el cuerpo, tiñendo la vida de oscuridad. Y esa sombra no es otra que la del objeto perdido que el melancólico está consagrado a renegar de su pérdida, identificándose a él. Como dice Fito, el melancólico no puede escapar de ella, siempre está bajo la misma piel, en la misma ceremonia. El melancólico se niega a perder al punto de encarnar con su cuerpo ese objeto, y perder la vida en ello, aunque no muera. Y esto lo logra identificándose inmediatamente (sin mediación) con ese objeto. Freud también dijo por ese tiempo que la identificación es la primera forma de amar, y que cuando algo del amor fracasa está la opción de “regresar” a la identificación. El melancólico consagra su vida a ese eterno velorio sin sepultura ni crematorio 2Recuerdo al respecto una paciente melancólica que insistía en decir, sin pudor, que si por ella fuera iría al cementerio a desenterrar a su hijo y se lo llevaría devuelta a su casa., reniega de la pérdida implicada en la muerte y por eso se vuelve inmortal, aunque se la pase diciéndonos que quiere morir. La única solución que el melancólico consigue para sacarse esa sombra oscura de encima es la manía. La manía aparenta movimiento vital, pero no hace más que acelerar su propósito (in)mortal -de ahí la premisa de no antideprimir a un melancólico. Nada más peligroso que alguien que se cree inmortal, que no tiene nada para perder.
Otra referencia ineludible está en Lacan, no surprises. Lacan patea el tablero cuando dice que la tristeza no es un estado del ánimo si no una falla moral:
Se califica por ejemplo a la tristeza de depresión, cuando se le da el alma por soporte… Pero no es un estado de alma, es simplemente una falla moral, como se expresaba Dante, incluso Spinoza: un pecado, lo que quiere decir una cobardía moral… Y lo que resulta por poco que esta cobardía, de ser desecho del inconsciente, vaya a la psicosis, es el retorno en lo real de lo que es rechazado, del lenguaje; es por la excitación maníaca que ese retorno se hace mortal.
Y el pecado es nuestro link que nos excusa para hablar del protagonista de hoy.
Ernest Toller es el reverendo de una iglesia a la que ya nadie le interesa concurrir. Su rostro pétreo, su mirada vacía, su caminar mecánico ya dicen mucho sin decir nada. No se relaciona con casi nadie, su mirada siempre introspectiva: ve sin mirar, camina pero no anda, habla pero no dice. Su retracción libidinal hace que no pueda vincularse con nadie, salvo con quien le remita a su oscuro ser de pérdida. Mary -como no se podía llamar de otra manera- le pide ayuda personal, quiere que converse con su marido, que lo convenza de no realizar el aborto del baby on board. Ernest acude raudo y cuando entra en la casa de Mary y Michael Mensana ya nunca saldrá de allí aunque abandone el lugar. Ernest conversa con Michael, cual sesión psicoanalítica. La melancolía tiene una predilección irresistible: otro melancólico. Dios les cría y elles siempre encuentran la manera de pegotearse, de hacer oscura manada. Michael le habla de su activismo ecológico, que el mundo es un lugar oscuro, que no puede traer al mundo otro ser (¡por Dios, evitemos que el virus de la melancolía se reproduzca y expanda!). Un highlight de esa conversación se convertirá en mantra y estribillo para Ernest: will god forgive us? Y si de un melancólico se trata sabemos que no hay sorpresas: el perdón no es una posibilidad, no hay reparación posible del daño, razón por la cual el melancólico se culpa y castiga hasta el infinito y más allá. Como todo buen melancólico (y psicótico en el borde de volverse padre), Michael quiere morir. y Ernest toma a su cargo su causa sin nada que lo atempere. Su alcoholismo y un padecimiento orgánico que se esfuerza en no tratar le sirven a sus propósitos mortíferos, son la dosis que Ernest necesita de autocastigo diario. Un evento de aniversario es central en la película y Ernest ve allí la oportunidad de hacer de su causa -que ya es la de Michael- un espectáculo que, ya sabemos, no será le joie de vivre. El vínculo que entretanto genera con Mary no está exento de excentricidades y nos muestra la asquerosa manera en la que el melancólico goza: fantasea que sobrevuela con su amada sobre un basural, lo que no es otra cosa que el reflejo de su ser de desecho.
Tenemos, tengo (por mi historia familiar, debo decir) un vínculo ambivalente con el mal melancólico. Algo del furor por quitarle de esa maldita oscuridad se me vuelve misión, pero está claro que no es desde allí que se le podrá ayudar. Hay dos salidas posibles que he encontrado para la oscuridad de la melancolía: el humor -que no podría ser otro que negro- y el amor. El final de la película propone algo de eso. No se mueran por verla.
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