¡Otra vez los degenerados!
Diego Costa
“Morel, el gran escrutador de la degeneración, reduce esta en el fondo a la intoxicación. Una generación que toma regularmente, aun sin exceso, estupefacientes y excitantes bajo no importa qué forma (bebidas fermentadas, tabaco, opio, haschisch, arsénico), que come cosas corrompidas (centeno tizonado, maíz podrido), que absorbe venenos orgánicos (fiebre palúdica, sífilis, tuberculosis, bocio), engendra descendientes degenerados que, si permanecen expuestos a las mismas influencias, descienden rápidamente a los grados más bajos de la degeneración, al idiotismo, al onanismo, etc. Que la intoxicación de los pueblos civilizados continúa y aumenta en la mayor proporción, la estadística lo revela perfectamente…”
Max Nordau, Degeneración, 1902
Ya hemos hablado del cráneo deforme de Lombroso y su afición por el espiritismo, de De Veyga y sus invertidos sexuales, de Bunge y su pánico homosexual, de Ingenieros, siciliano arrepentido. Dirán que veo degenerados por todos lados. No lo voy a negar. Pero si insisto con el tema, es porque pienso que lo “degenerado” condensa un núcleo de sentidos que puede funcionar como clave para entender algunos de los más oscuros capítulos de la historia de la psiquiatría y, quizás, de nuestra psiquiatría actual.
Del mismo modo que el invertido sexual, el tano del sur, el morocho o el criminal nato, la tara del toxicómano, se decía, era explicable por su degeneración. En un lugar equivalente al de la sífilis, el consumo de alcohol y drogas se incluía en las historias clínicas dentro de los “estigmas” de degeneración más comunes, junto al prognatismo, la implantación baja de las orejas o los genitales de magnitudes mayores a la media.
Y así como el tamaño de los genitales era producto de los vergonzantes hábitos onanistas de ciertos degenerados inferiores, y la sífilis consecuencia de otras tantas costumbres inmorales típicas de los grupos afectados por esta tara, así también se entendía a las toxicomanías como signo de degeneración, a la vez causa y efecto, en un círculo marcado por una predestinación fatal, cuyo único tratamiento posible era la profilaxis o la eugenesia. Se decía, por ejemplo, que el alcohol afectaba el plasma germinal y, a su vez, que los degenerados tenían un déficit hereditario de la voluntad que los hacía proclives a todo tipo de vicios.
Pero al mismo tiempo en que se trataba de privar a la plebe del flagelo de las drogas y el alcohol, había una elite que necesitaba argumentos para permitirse consumir sin culpa sus propios venenos. Para lograr esto, nuestros ya conocidos positivistas tuvieron que ir afinando su discurso, tomando, por ejemplo, entre otros convenientes autores, los escritos de Paul Sollier, que venían con el sello de legitimidad de la Salpetriere y del círculo de Charcot. (Se dice también que Sollier fue terapeuta de Marcel Proust, y fue quien introdujo al escritor a los secretos de la memoria que le inspiraron la escritura de los siete ladrillos de “En busca del tiempo perdido”). El aporte de Sollier fue entonces postular que el efecto del alcohol en los “dipsomaníacos” o “alcohólicos hereditarios” era mucho más dañino que en aquellos que habían adquirido el hábito pero no poseían las taras de la degeneración. Para decirlo con claridad: si eras de familia de degenerados (piel oscura, italiano de La Boca, judío o andaluz), eras un dipsomaníaco. Pero si tenías un apellido de peso, que asegure tu sangre criolla o ancestros nórdicos, podías emborracharte y endrogarte sanamente.
Si bien con algunos matices (había una sutil divergencia de opiniones en torno al mayor o menor peso relativo de los factores hereditarios por sobre los ambientales), la teoría del degeneracionismo se instauró como doctrina oficial en la ciencia occidental en un momento clave en la historia de las ciencias: se trata de un período de más de medio siglo (segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX) en el cual, de la mano del positivismo, el discurso científico logra ubicarse, por primera vez, y hasta el día de hoy, como el discurso de mayor autoridad, no sólo en la medicina, sino en todo el campo de las ciencias y la cultura general.
Con el peso de esa autoridad, Max Nordau, uno de los reyes del degeneracionismo, decretó que “los autores de todos los movimientos fin de siècle en arte y en literatura son unos degenerados” y que “no es necesario medir el cráneo de un escritor o ver el lóbulo de la oreja de un pintor, para reconocer que pertenece a la clase de los degenerados”.
Y es en este escenario, tal como lo plantea Nordau en su célebre libro “Degeneración”, que gran parte de los personajes retratados en la llamada literatura decadentista se pasean por el mundo de los paraísos artificiales del láudano, el éter o el ajenjo.
Tal como dijimos en números anteriores, al hablar de Lombroso, Ingenieros o Carlos Octavio Bunge, si bien los términos que usaban los degeneracionistas en un momento dejaron de usarse (luego de medio siglo durante el cual se usaban para explicar todo tipo de conducta humana no considerada “normal” para el hombre blanco heterosexual y europeo), tenemos que admitir que el trasfondo de los prejuicios heredo-degeneracionistas sigue vivo hoy bajo otros disfraces.
De modo que no es necesario haber recorrido los salones modernistas de la Europa de fin de siècle. En algunos sectores de la provincia de Salta, por ejemplo (y seguramente en otros rincones del país), se decía hasta hace no mucho tiempo, que no era recomendable alentar el estudio de la guitarra en la juventud, con el argumento de que los guitarreros y los poetas “son todos picheros”.
Degenerados o no, lo cierto es que hubo una generación de escritores que utilizaron las drogas y el alcohol como tema y sustancia de muchos de sus escritos (también más de un guitarrero, y ni que hablar de la tan gastada asociación rock/drogas). A falta de un decadentista argentino (según se enseña en Puan, nuestro modernismo literario fue una versión “careta” del decadentismo francés), reproducimos a continuación un relato de Víctor Hugo Viscarra, conocido como “el Bukowski del altiplano”, respetado poeta, escritor y, como él mismo se presentaba, “antropólogo: experto en antros”.
Y para el que le interese algunos capítulos del tratamiento de los “degenerados y viciosos” en la psiquiatría argentina, pueden leer este número de la revista Temas de Historia de la Psiquiatría Argentina: http://www.polemos.com.ar/docs/temas/Temas12/Indice.htm
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Delirium Tremens
Víctor Hugo Viscarra
No hay sol, tan sólo brumas viven alrededor y dentro de nosotros. La luna está al alcance de un telescopio, mientras sus eternos amantes, los poetas y perros vagabundos, lloran su despecho, los unos embriagándose con alcohol y amarguras, y los otros, recibiendo puntapiés en sus cuartos traseros.
Yo nací poeta, pero me parieron encima de un camastro donde muchísimas parejas clandestinas se habían revolcado amándose. Mas, este detalle no tiene importancia porque, quejándose, uno desmerece al poeta que lleva adentro y sólo consigue llenarse de autocompasión y desventura.
Entonces, elevé mis pasos hacia las alturas, buscando entre las estrellas aquella felicidad que no figuraba en ninguna de las páginas del diccionario. Paseé mis manos resecas sobre desiertos cubierto de piel, tratando de encontrar la ternura que tanta falta me hacía. Besé bocas desdentadas de mujeres más viejas que el olvido, y en ellas hallé soledades que no querían ser compañeras de una soledad tan absoluta como la mía. Mendigué comida y tan sólo huesos me dieron. Supliqué un poquito de agua, y en mis labios resecos se estrellaron líquidos tan amargos, que su hedor no hace juego con el que mis poros exudan.
Para entonces ya conocía las caricias etílicas que en mí despertaban los placeres que, desde feto, no había experimentado. Esos placeres me quitaban el miedo a lo desconocido. Un miedo que me había hecho conocer comisarías, cantinas, prostíbulos, golpes a traición, huidas anticipadas; noches sin techo, sueños sin lecho; paseos interminables buscando la madrugada; besos clandestinos, besos no clasificados; amigos de los ajeno, voladores etéreos con químicos fantasmales, pedigüeños de centavos que necesitaban matar hambres ancestrales, cargadores de gulas ajenas; perdedores, perros que afilaban sus caninos en mis pantorrillas; basurales donde, con otros desgraciados, quemábamos basura para adelantar fogatas sanjuaneras; compañeros de infortunio que sólo necesitaban de mí un simple oidor de sus silencios tan elocuentes.
Y aún así, yo seguí bebiendo ilusiones y esperanzas. Soñé con Dios y acabé conjugando con el diablo. Me hice querer y terminé siendo odiado. Y en el fondo de este paroxismo, muchas, muchísimas veces, con un tenue sabor a derrota, desperté echado en cualquier lugar, como los desperdicios que los malos vecinos echan en las calles.
Muchos golpes recibí y no hubo manos samaritanas que vengan a restañar las heridas que aún me duelen, y cuando el Destino se acordó de mí, sembrando en mi interior soluciones definitivas, elegí el camino que me ofertaba, y tres veces tres acabé fracasando.
Le escribí al Amor y me arrepentí, porque yo no lo había conocido. Le dediqué mis versos al Dolor y él se ensañó aún más conmigo. Hablé, a través de mis versos, con Felicidad, Fe, Caridad, Bienaventuranza, Esperanza, Sinceridad, Confianza, y otras bellas divinidades, y todas ellas me hicieron saber, en una noche fría y tormentosa, que jamás se meterían conmigo. Entonces corrí frenético hacia Amistad y ella fue la única que se apiadó de mí, mientras, adrede, me alejé de su lado, pues creí que ella también me golpearía…
Retorné a mi infierno y aumenté sus llamaradas quemando mis intestinos, haciendo arder mi alma, reduciendo a cenizas mi espíritu, calcinando mis esperanzas, carbonizando mis pensamientos, sacrificando mis versos, tornando humo mis palabras, secando mis recuerdos y ennegreciendo de hollín las montañas del horizonte.
Y trastoqué el presente y el olvido, el ayer y el futuro, el placer con la amargura, la piedad con el sadismo, el bienestar con la maldad; la coma con el punto, el aymara con el quechua, como si no supiera que, aparte de ladrar como los perros, yo era poeta, y nadie entendía ni un carajo qué era lo que había pretendido plasmar este poeta.
Y mi mente se volvió lúcida: conocí fantasmas, delirios, visiones, “perseguidoras”, cadáveres, silencios bulliciosos, sangre, sudor frío; dolores ficticios, dolores auténticos; confusiones, interrogantes, caos, miedos. Temblaba mi cuerpo, y ese temblor se negaba a salir a través de mis poros. Y mi mente, mi pobre mente que sólo sabía de poemas, se volvió loca, y yo, poeta bueno y solidario, me solidaricé con ella.
Desde entonces ambos buscamos la lucidez perdida, mientras persistimos en quemar todavía lo que aún no se había extinguido, como la poca sobriedad que se niega a ser echada al olvido. Que sean otros elixires, más ardorosos y destructivos, los que me hagan olvidar que en mí no hay más lucidez, que la locura me hace ver estrellas donde para los demás no hay nada.
Me orino de miedo mientras ellos me miran y mueven torpemente sus cabezas como si pensaran: “A este loco, el alcohol le está trastornando…”. Pero, yo no estoy loco, nunca dije que yo era loco o algo parecido. Yo estoy consciente y, como poeta, en verso les digo: “No dejéis que fauces apocalípticas os acechen, no dejéis que el invierno torne vuestro sol en luna misteriosa; no permitáis que vil guadaña como a mies os coseche, porque entonces vuestra fe será arrancada como desvencijada rosa.”
No me digan que mis ojos están regando mis mejillas. Eso no es así. La artera lluvia es la culpable de este estropicio, y por eso yo río y río, aunque etílica saliva fluya por donde dientes me faltan. Los avatares del infortunio me han conducido a este extremo y por eso estoy vagando por cualquier parte, lagrimeando mi lucidez y mi cordura, temiendo que alguien o algunos vengan a destruirme para robar mi poesía, para hacerme mal mientras observo el firmamento, para terminar conmigo aunque nunca les hice daño, para herirme y torturarme. (¿Saben?, todos aquellos que me están mirando son malos y siempre me han vigilado).
Mi indiferencia les ha dolido tanto, que quisieron que yo cohabite con la muerte, mi hermana gemela, para así apoderarse de su guadaña, de plata su mango y repujada en oro su afilada azada. Quieren matar a mis hermanos perros, hermanos carnales míos y de Francisco de Asís. Les falta tiempo para elucubrar sus concupiscencias y hacerme carne de cañón para experimentar el odio sádico que me tienen por ser poeta, mientras ellos tan sólo son simples mortales.
Por eso les tengo miedo; los miro y sin querer tiemblo. Ellos mueven las paredes con las que pretenden aplastar mi poesía. A mi día lo vuelven noche y evaporan mi sangre emblanquecida y etílica para que no les cante a mis amadas, a esas flores púberes que se sonrojan en los jardines. Para que no les cante a mis amores que se marchitan en los floreros de templos y abadías. Para que no ensalce a mis amantes, quienes, cuando pretendo acariciarlas, llenan de espinos las palmas de mis manos. Para que no me alabe a mí mismo por ser lo más indigno de la creación, y ellos, mis enemigos, los ángeles más bellos.
Pero ahora estoy temblando. Por mi cuerpo recorren miles de gusanos; están en mis dedos, en mi pecho, mis piernas, mis venas, mis carnes, y me están devorando. Me están comiendo vivo y se están tomando mi alcohol y comiéndose mis poesías, recorren por mis venas cual turistas, cual verdugos, cual sádicos, cual hambrientos. Y se reproducen, y yo me rasco con fuerza y eso aumenta su número. Me revuelco en el suelo y ellos crecen; me golpeo contra el piso y las paredes y ellos crecen; puñeteo el suelo y aumentan; y no puedo gritar porque se han tragado mi lengua, no puedo pensar porque ya han devorado mi cerebro… Y ya no soy poeta, si no, tan sólo una colonia infestada de gusanos.
Gracias a una de mis poesías, una de mis manos invadidas agarra un cuchillo del suelo. Lo empuño, lo aferro con débil fuerza y me doy un tajo en las piernas y los gusanos siguen aumentando; abro profundos surcos a lo largo y ancho de mi cuerpo tiñendo de rojo el piso, y ni uno de ellos se da por aludido. Con las pocas fuerzas que me quedan, los busco por todo mi cuerpo: no los encuentro, pero ellos siguen aumentando. Y cuando uno de ellos, el más osado, toca mi corazón, mis débiles manos apuntan con el cuchillo y, sin medir consecuencias, lo clavan en él, y de lejos, de muy lejos, siento la agonía del gusano, y sé entonces que ellos me han derrotado.
Texto extraído de “Alcoholatum y otros drinks” de Víctor Hugo Viscarra (2000)
Publicado en ATLAS 19
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