De Pinel a las apps Kraepelinianas (Diego Costa, Atlas 18)

“Diálogo con el insensato”

Se suele decir que la psiquiatría contemporánea nace a partir de una exclusión. Que la definición de nuestra “razón” moderna tuvo como contrapartida el encierro de los “alienados” en los manicomios. Que a partir de Pinel la “sinrazón” habría quedado relegada para siempre al terreno de lo patológico. 

Hay mucho de cierto en todo esto, pero los hechos fueron mucho más complejos. La reducción del nacimiento de la psiquiatría al célebre mito foucaultiano deja afuera otros planos no menos importantes. 

Si bien no podemos negar el aspecto de control social inherente a gran parte de las prácticas psiquiátricas —desde la época de las sujeciones con cadenas hasta la época de las apps— no se debe olvidar que la psiquiatría nació firmemente anclada en la tradición de la terapéutica hipocrática, enfatizando muchos más los conocimientos filosóficos que los recursos técnicos.

Philippe Pinel, hay que decirlo, fue un personaje mucho más complejo que la caricatura que quedó en el imaginario de la antipsiquiatría. Lejos de ser el primer capanga del manicomio (como se suele decir por ahí), Pinel fue un hombre muy humilde que supo mantenerse al lado de su sencillo conserje, de quien aprendió su más importante lección: la “sinrazón” no arrasa nunca del todo con la humanidad ni con la capacidad de diálogo del alienado. 

Según esta perspectiva, Philippe Pinel no sólo no fue un carcelero, sino que fue el primer gran psiquiatra humanista. Estaba convencido, luego de años de practicar autopsias, que la locura no era un problema cerebral, sino que tenía más que ver con lo “visceral”. Lo central de la locura no pasaba tanto por un pensamiento defectuoso, sino por una exacerbación de las pasiones. No dejaba de repetir que la lectura de los estoicos era un remedio mucho más eficaz que las duchas frías.

Hombre de gran coherencia, una de sus referencias centrales eran los Tratados Hipocráticos. El estilo en que están escritos sus textos más interesantes es notablemente similar al relato de casos que fue tradición en la escuela de Hipócrates, historias de vidas de “enfermos” donde se detalla el contexto y las circunstancias, centrándose en los casos singulares, sin pretender ir en busca de ninguna generalidad, y dejando de lado todo dogma o teoría explicativa. 

En la misma línea, al rechazar las nociones tradicionales sobre “fluidos”, “vapores”, “humores”, etc., rechazará consecuentemente las terapéuticas cruentas del tipo de las sangrías o purgas, en un marco en el que entendía a la enfermedad como una respuesta natural, de un organismo en busca de un nuevo equilibrio compatible con la vida. 

Su “Tratado…” es testimonio de ello. Quien quiera convencerse del valor humanístico y filosófico del gran alienista francés no tiene más que ir a leer su obra. Y para el que quiera profundizar sobre este aspecto son indispensables los escritos de Gladys Swain, Dora Weiner, José María Álvarez y Jackie Pigeaud.

Pero la rica tradición humanística de Pinel tenía sus días contados. La debacle no empezó en la década del cerebro ni con las aplicaciones de los celulares. La entrada del modelo biomédico en la psiquiatría viene debilitando nuestra profesión desde hace más de un siglo y medio.  

“Ignorar la lengua del enfermo…”

Fue J-P. Falret, pero podría haber sido cualquier otro. Con Falret se termina de importar el modelo médico-científico a la psiquiatría, que se propone a partir de entonces “reducir todas las enfermedades a especies ciertas y determinadas”, siguiendo el modelo de la botánica. Bajo este proyecto, que empieza a priorizar las variables que pueden ser medibles, —y que deja por fuera el relato del alienado— se define la primer gran entidad psicopatológica: la Locura Circular

A partir de su propuesta a considerar sólo el misterioso “fondo morboso” “que preexiste a las ideas delirantes y las origina”, Falret lanzará su famosa exhortación a que los psiquiatras abandonen su lugar de “secretarios del alienado”.

Germen de la Enfermedad Maníaco-Depresiva kraepeliniana, y de nuestros extendidos Trastornos Bipolares, la Locura Circular permitió —con su concepción clínico-evolutiva— introducir la lógica fisiopatológica en el campo de las enfermedades mentales.

Este proyecto llegará a su punto cúlmine con la nosografía kraepeliniana, que termina por definir sus grandes entidades a partir del modo de la evolución de los síntomas: terminación en la demencia en la Daementia Praecox, y períodos de lucidez sin deterioro de las facultades en la Enfermedad Maníaco-Depresiva. La Paranoia, sabemos, quedará así en un apartado rincón marginal, por la dificultad de amoldarse a los criterios orgánicos de enfermedad.

Siguiendo el modelo de la fisiología, que considera que todos los fenómenos patológicos no son otra cosa que variaciones cuantitativas (exceso o déficit), de los procesos fisiológicos/normales, Kraepelin incluirá en las últimas ediciones de su manual prolijos gráficos que hacen muy convincente la idea de que el estado de ánimo de los maníaco-depresivos va “para arriba” y “para abajo”. Así también propondrá registrar un “diario” sobre los estados de ánimo cambiantes de sus “enfermos maníaco-depresivos”.

Independientemente de la veracidad o no de estas consideraciones fisiopatológicas, y mucho antes del descubrimiento de los efectos del litio y los llamados “estabilizadores del ánimo”, con Kraepelin se definió con claridad el objetivo de la terapéutica en este campo de la psicopatología: regular el humor y mantener la “eutimia”. Partiendo de la arbitraria definición de lo que debe ser un estado de ánimo “normal” (no nos meteremos ahora en ese problema, simplemente lo señalamos), y soslayando el hecho de que el género humano suele tener una muy molesta tendencia al drama, la psiquiatría de Kraepelin en adelante se inventa un nuevo objetivo terapéutico, totalmente novedoso: bajar a los que están para arriba, subir a los que están para abajo, y lograr sostener la meseta de “normalidad”.

Sin necesidad de negar los efectos de los psicofármacos, y asumiendo que muchos de los que escribimos en esta revista hacemos uso de los mal llamados estabilizadores del ánimo, antidepresivos y antipsicóticos, lo cierto es que ni el mismo Kraepelin se tomaba del todo en serio sus gráficos que, al prescindir del relato subjetivo del sujeto en cuestión, y al permitir medir variables de aspecto científico, prefiguran los usos posibles de las modernísimas apps que “monitorean el estado de ánimo”.

No hay duda de que estas divertidas apps fascinarían al Dr. Kraepelin, quien supo decir, a propósito de su estadía en un hospicio en Estonia —donde no entendía una coma del idioma local— ”la ignorancia de la lengua del enfermo es, en medicina mental, una excelente condición de observación”… Y así, gracias a estos nuevísimos artilugios, ya no hay necesidad de que el paciente hable sobre lo que le pasa, simplemente debe poner una carita triste o una carita contenta. Las viejas máscaras de la tragedia y de la comedia, reemplazadas por efectivos emojis, dejan de ser máscaras, y ahora expresan una verdad de peso científico sobre el estado de ánimo de nuestros pacientes.

En conclusión, y en línea con lo que ya planteamos en otros artículos a partir de las nuevas tecnologías, el fenotipo digital, las apps, etc: creemos que la pasión kraepelineana por los gráficos de abscisas y ordenadas —que tanto abundan en las últimas revistas de psiquiatría y en los folletos que nos obsequian desinteresadamente los visitadores médicos— puede encandilarnos si no anteponemos los principios del primer alienismo de Pinel, aquel que privilegiaba antes que ninguna otra técnica el “diálogo con el insensato”.  


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