La búsqueda de una bondad patológica – Víctor Pagano (otoño 2023)

No creo tener que recordar a los lectores el significado del título. Las naranjas mecánicas no existen, excepto en el habla de los viejos londinenses. La imagen era extraña, siempre aplicada a cosas extrañas. “Ser más raro que una naranja mecánica” quiere decir que se es extraño hasta el límite de lo extraño. (…) Los europeos que tradujeron el título como Arancia a Orologeria o Orange Mécanique no alcanzaban a comprender su resonancia cockney y alguno pensó que se refería a una granada de mano, una piña explosiva más barata. Yo la uso para referirme a la aplicación de una moralidad mecánica a un organismo vivo que rebosa jugo y dulzura. 

Anthony Burguess

En el prólogo a La naranja mecánica podemos leer esta explicación del título por parte de su autor, quien, a pesar de considerar que no necesita recordar su significado, nos beneficia con la aclaración. La novela nos presenta una larga confesión de su protagonista, como si hablara a una congregación. Si, como yo, han visto primero la película de Stanley Kubrick, notarán con la novela que la ausencia de las imágenes impactantes que propone el director se ve ampliamente compensada con una historia excelentemente escrita. Por las dudas que no hayan visto o leído ninguna de las dos, propongo un breve resumen de los puntos de la novela que me interesan.  

El protagonista, Álex, es un nadsat que en los términos actuales, “está en conflicto con la ley penal”. Vive con sus pe y eme, quienes son retratados como personas algo apáticas y pusilánimes a los que no les preocupan demasiado las actividades de su hijo y suele estar reunidos con sus drugos con quienes planifica y ejecuta diversos crímenes. Eventualmente -tampoco vamos a contarlo todo- es atrapado por militsos, y llevado a la staja. Allí comienza la segunda parte de la novela y el punto que nos interesa hoy.

En la staja (la cárcel, por supuesto), escucha de un tratamiento nuevo, que le permitiría salir rápido de la prisión. Así, en una charla con el sacerdote de la prisión (o el chaplino), -quien le aconseja seguir con la buena conducta que venía demostrando hasta el momento para lograr que le reduzcan la pena-,  Alex interrumpe para preguntar “¿qué puede decirme de eso que se comenta ahora?¿Qué hay de ese nuevo tratamiento que permite salir enseguida y garantiza que uno nunca vuelve?”, a lo que el sacerdote responde “supongo que te refieres a la técnica de Ludovico”. 

Es significativo que apenas avanza el diálogo, el mismo sacerdote dice sobre el tratamiento que todavía no se lo había aplicado, al menos en esa prisión, y que “él mismo [es decir, Ludovico mismo] tiene graves dudas acerca del asunto, y he de confesar que yo las comparto. El problema es saber si esta técnica puede hacer realmente bueno a un hombre. La bondad viene de adentro, 6655321. La bondad es algo que uno elige. Cuando un hombre no puede elegir, deja de ser hombre.” En este breve párrafo aparece fugazmente la única referencia directa a este personaje que luego no volverá a aparecer, salvo por menciones a su tratamiento o a la inyección que lleva su nombre. Elegido para el tratamiento e inicialmente bajo el engaño de que se trata de unas vitaminas para paliar la desnutrición provocada por la deficiente pischa de la staja, la inyección de Ludovico es suministrada a Alex antes de cada sesión.

En tanto el tratamiento en sí será dirigido por los doctores Brodsky y Branom, esta mención al tal Ludovico  -así en el idioma original ¿una referencia a Ludwig van Beethoven quizá?-  y a su tratamiento es interesante. Esas dudas, que apenas se mencionan al pasar y por parte del sacerdote, contrastan fuertemente con el convencimiento de los doctores Brodsky y Branom, a cargo de su aplicación: una excelente representación de esa “banalidad”, de esa cotidianeidad del técnico, del burócrata, que se enfoca en realizar de la manera lo más eficiente posible aquello que considera su tarea. El tratamiento en sí puede resultar más familiar gracias a la película: Alex, atado de pies y manos y con los párpados forzosamente abiertos, es obligado a videar películas cargadas de violencia. Torturas, asesinatos, guerras, que provocan náuseas y un malestar general al protagonista.

Luego de la primera sesión, el protagonista, ya en su cuarto, tomándose un té y sintiéndose mejor, dialoga con Branom. Éste le dice que había tenido una reacción muy positiva al tratamiento, que al otro día tendrían dos sesiones, y que luego se sentiría algo decaído; pero que si querían curarlo debían ser duros con él. Alex dice que no soportará dos sesiones, y que la que vivió fue horrible. Se produce entonces el siguiente diálogo:

  • Por supuesto que fue horrible -sonrió el doctor Branom-. La violencia es algo muy horrible. Eso precisamente es lo que estás aprendiendo ahora. Tu cuerpo lo está aprendiendo. 
  • Pero -[…]- no entiendo nada. No entiendo por qué me sentí tan enfermo. Antes no me enfermaba nunca. Todo lo contrario. Quiero decir, que si lo hacía o lo miraba, me sentía realmente joroschó. No veo ahora por qué o cómo o qué…
  • La vida es algo maravilloso -observó el doctor Branom con una golosa muy sonriente- ¿Quién conoce realmente esos milagros que son los procesos de la vida, la estructura del pensamiento humano? Por supuesto, el doctor Brodsky es un hombre notable. Lo que te ocurre ahora es lo que debiera ocurrirle a cualquier organismo humano normal y sano que observa las fuerzas del mal, el trabajo del principio de destrucción. Estamos curándote, te estamos devolviendo la salud. 

Cuando el tratamiento avanza, aparece un nuevo factor en el tratamiento, que es la música. La banda sonora de las películas -y que coincide con la música favorita de Alex- también comienza a generar la misma aversión que la ultraviolencia. Alex intenta rebelarse contra esto, quejándose frente a Branom y Brodsky. Quiere en ese punto poner fin al tratamiento. Arteramente, sostiene que ya le ha quedado claro que “toda esta dratsada y la ultraviolencia y el asesinato están mal, mal, terriblemente mal” y que estaba curado. Frente a una nueva negativa por parte de los doctores, agrega que “ya veo que está mal. Está mal porque va contra la sociedad, porque todos los vecos de la tierra tienen derecho a vivir y a ser felices sin que los golpeen, tolcochen y apuñalen. Aprendí mucho, de veras lo digo”. La respuesta de los doctores es, sin embargo, terminante: “La herejía de la edad de la razón (…) Veo lo que es justo y lo apruebo, pero hago lo que es injusto. No, no muchacho, tienes que ponerte en nuestras manos.

Creo que es claro que en este punto, lo que el tratamiento de Ludovico busca es que esa bondad de la que hablaba el chaplino se vuelva patológica, en el sentido etimológico de la palabra: ya no se trata de una elección, que nos hace humanos; se trata más bien de una reacción del cuerpo, que bien puede denominarse “enfermiza” en el contexto del libro (y también en el de la película). Es la imposibilidad de cualquier reacción, incluso aquellas de mera defensa, frente a la violencia -y también frente al deseo- porque es el cuerpo el que pone un límite Así, la bondad, incluso en el sentido mínimo o negativo de abstención de realizar el mal, responde luego del tratamiento a una reacción que se encadena a las causas y los efectos. Con todo, La naranja mecánica no deja de ser ciencia ficción. Veamos ahora qué pasaba en Argentina con el castigo penal en la época en que estas ideas se condensaban bajo la forma de una novela.

Un doppelgänger para la psiquiatría

La naranja mecánica fue publicada por primera vez en 1962. Creo que no es por casualidad que podemos situar en esta época, con el funcionamiento de la Dirección General de Institutos Penales, al momento de auge del tratamiento penitenciario en Argentina. ¿Por qué? Porque se combinaba en esta época el desarrollo técnico en la idea de tratamiento penitenciario con cierto convencimiento que parecen traslucir las historias criminológicas de la época. La idea del desarrollo técnico puede parecer más o menos intuitiva, pero ese “convencimiento” sin duda es un concepto extraño que requiere cierta explicitación. 

Uno de los puntos en que parece traducirse en hechos ese “convencimiento”, esa especie de fe en el tratamiento, lo encontramos al leer las historias criminológicas que confeccionaba el entonces “Instituto de Clasificación” de la mencionada dirección general. Se encuentra allí cierto trabajo que excedía con mucho la cuestión meramente técnica y que denota un intento por formular, al menos, alguna hipótesis que permitiese explicar por qué determinada persona había cometido un delito: por ejemplo, por qué una persona que había dedicado diez años de su vida a trabajar en una empresa, de pronto un día decide escaparse con la recaudación del mes. Y se reflejaba en lo detallado de los informes, en lo pormenorizado de las anotaciones, en pequeñas marcas que corregían o remarcaban los diferentes indicios que contenía la historia criminológica. Propongo entonces echar una mirada al tratamiento penitenciario de la época a través del análisis que parte de las historias criminológicas que utilizaba la Dirección General de Institutos Penales. ¿Qué datos contenían estas historias? La estructura de estas historias intentaba recabar toda la información significativa de los internos desde antes incluso de su nacimiento hasta el momento del delito, y su posterior progreso desde su llegada a la unidad hasta su liberación. Dicho de esta manera parecen términos muy generales pero quiero señalar algunos puntos. 

Los invito a recorrer estas historias a través de la de quien bien pudo haber sido un compañero de Alex en la staja: José F., “el Ñato”, que estuvo condenado a prisión por tiempo indeterminado en la “Cárcel de Tierra del Fuego”, nombre oficial de la cárcel de Ushuaia.

La primera página contenía datos formales: nombre, alias y apodo; fechas referentes al  hecho, del ingreso y la condena, lugares del hecho y donde fue juzgado, la condena impuesta.

Luego se recababa toda la información sobre los familiares. Esto se hacía principalmente mediante una entrevista a los mismos internos, y luego, habiendo solicitado información de contacto sobre estos parientes, mediante una visita de trabajadores sociales a los diferentes domicilios. Lo mismo ocurría, por ejemplo, con los empleos mencionados por los internos. 

Por especificar un poco mejor la información, de cada uno de los padres se preguntaba: Nombre y apellido, edad, nacionalidad, estado civil, causa del fallecimiento si hubiese ocurrido, tiempo de residencia en el país, el grado de instrucción, religión, medios de vida especificando profesión u oficio y posición (sueldo, salario, renta); conducta familiar y social; carácter. Temperamento, Modos de reaccionar. Colaterales y ascendencia: vida familiar y social. Además, respecto de ambos se preguntaba si existía parentesco entre ellos, y en qué grado. Si había hijos anteriores a ese matrimonio con otros progenitores y la armonía entre ambos. Luego de algunos datos generales sobre los hermanos (cantidad, edades, “salud fisiopsíquica”, instrucción y situación laboral) venían las “Conclusiones”, que tomaban una forma parecida a la siguiente.

En la primera foto tenemos las conclusiones del informe familiar de José F. Como puede notarse, no se encuentran aquí marcados factores criminógenos, aunque se pone en duda que el hogar sea “legítimo completo” (padres casados entre sí y conviviendo) y señalando el “abandono moral” que refería principalmente a la falta de una educación cercana, por ausencia o negligencia  de los padres. 

Por regla general intentaba encontrarse aquí una primera orientación criminológica; probablemente un resabio de las teorías degeneracionistas que iban perdiendo fuerza pero no desaparecían del todo. Es significativo, de hecho, que esta información familiar apareciese incluso antes de la información biográfica del interno. En otra historia criminológica podemos encontrar algo más de información.  Una captura de pantalla de un celular

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En este segundo caso, un ladrón y homicida también alojado en la Cárcel de Tierra del Fuego, no sólo se desconfía del relato acerca de la moralidad de sus padres por parte de interno, sino que además del abandono moral se le suma el “abandono material”.

En sus antecedentes personales también se buscaban algunos indicios criminológicos para su tratamiento: el nivel educativo alcanzado y su rendimiento en la escuela (en algunas versiones del formulario se preguntaba por la materias favoritas), su vida militar (si cumplió o eludió al servicio militar, si estuvo en la guerra, si tuvo “traumatismos físicos y morales”) y su vida en el trabajo:
Un conjunto de letras negras en un fondo blanco

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A continuación, su vida familiar con padres y hermanos (“Afecto, indiferencia, apoyo moral y material”) con esposa o concubina (“¿Vivía con ella? ¿La mantenía o la explotaba? ¿La abandonó o fue abandonado por ella? ¿Vivía con otra mujer? Vida sexual libre”); información sobre sus hijos, y por último la “vida político social”: ideas y afiliaciones políticas o gremiales, religión y vinculaciones habituales (“gentes honestas, malvivientes, delincuentes”), y si había realizado vida carcelaria anteriormente. Por lo general, todos se confesaban católicos aunque muchos decían que no eran practicantes, la gran mayoría asimismo negaba toda participación política o gremial. 

Luego se registraban sus datos médicos, divididos de acuerdo a los diferentes aparatos y sistemas y se registraban las atenciones que se le habían realizado y los tratamientos aplicados. Y por último -muy probablemente, lo que este público estaba esperando- el análisis del Anexo Psiquiátrico. En algunas historias criminológicas este análisis comenzaba con un “exámen antropológico”, como es en el caso de Jose F.:
Tabla

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A este examen antropométrico -y frenológico- se le sumaba también el biotipo de Kretschmer y referencias acerca de cicatrices, deformidades profesionales o tatuajes :

A continuación de este examen antropológico (que era parte de un anexo dentro del Instituto de Clasificación) y en general como primer análisis, aparecía el “Examen psíquico”. Este examen se registraba en diferentes formularios según la época y la prisión, sin embargo el de José F. es uno de los más comunes:

Se analizaba en primer lugar la expresión, el trato, el lenguaje y la escritura. Es interesante notar el gradiente de descripciones posibles para la expresión y también el hecho de que el médico haya elegido “sensual” para este caso.

Texto, Carta

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La segunda dimensión que se evaluaba era la inteligencia: atención, percepción, memoria, asociación de ideas, imaginación, capacidad de observación, de crítica y de juicio. Finalmente una sintesis: “Deficiente (débil, imbécil, idiota); mediana; elevada; desequilibrada”. 

En el caso de José F. la síntesis señala “submediana”. Más interesante es el apartado de la afectividad, dado que allí se concentraba gran parte del juicio criminológico. También se señalaban aquí las “perversiones instintivas” de Ernst Dupré y que a través de Nerio Rojas habían tenido una gran acogida en Argentina. Las perversiones instintivas eran uno de los puntos en los que todavía se sostenía en la práctica al degeneracionismo como teoría, y se dividían en tres categorías de instintos: de conservación, de reproducción y de sociabilidad. La voluntad, por su parte, tenía un espacio algo menor en este examen. Se registraba su fuerza y constancia y la inhibición.  Y por último la síntesis psicológica:

Texto, Carta

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Para finalizar, el médico a cargo del anexo psiquiátrico realizaba una semblanza o resumen, que en el caso de José F. está redactada libremente como puede verse a continuación. 

Texto, Carta

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Sin embargo,en muchos casos se utilizaban algunos formularios preparados para el caso.

El que sigue es el resumen del estado de José F. en 1939 y es un ejemplo de estos formularios, común en muchas historias criminológicas:
Texto, Carta

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En este resumen, el psiquiatra de la unidad establecía primeramente las causas del delito, que como pueden verse se dividían en bio-psicológicas (las que más frecuentemente se completaban) y sociales. A las causas sociales no se les otorgaba tanta atención, quizá porque sus referencias eran mucho más vagas e incomprobables, basadas generalmente en los relatos del interno; podría también pensarse en la hipótesis de la preeminencia del positivismo y el degeneracionismo. En todo caso, es interesante señalar que siempre se completaba con alguna causa, aunque en muchos casos terminaba siendo una fórmula de compromiso: “Debilidad moral”. Creo que esto nos da el indicio de que el delito o el crimen cometidos no eran considerados frutos de una libre elección de la persona, sino que siempre, en algún punto, tenía que existir algún condicionante. 

Luego se establecían una serie de clasificaciones: La primera, tomada de Louis Vervaeck, sobre el tipo de delincuente bastante intuitiva: Nato; Loco; Habitual; Pasional; Ocasional. En este caso, el Pasional y el Ocasional eran considerados los más readaptables. A continuación se establecía el nivel de peligrosidad del mismo, en una escala que iba desde Desaparecida a Máxima tomando como base las conceptualizaciones de Enrico Ferri. Por último, el nivel de readaptabilidad del interno se estipulaba a su vez de acuerdo con el artículo 6 de la Ley Penitenciaria Nacional: Fácilmente adaptable; Adaptable; Difícilmente adaptable.

En gran parte de las historias criminológicas se insertaba aquí copia del testimonio de sentencia. En algunos casos era un documento extenso, en hoja oficio mecanografiado en interlineado simple, donde se relataba de forma resumida todas las constataciones del juicio. 

Vamos a dejar esto de lado momentáneamente para analizar qué datos tenemos del tratamiento de José F.. A grandes rasgos dijimos que los datos que se recababan eran los relacionados con la educación, con el trabajo y con la salud. Empecemos con este último: no hay indicios de psicoterapias de ningún tipo en las historias de criminológicas: fuera de estas entrevistas  iniciales que acabamos de ver, no se encuentran luego otras indicaciones sobre su tratamiento referentes a la salud mental. Sin embargo, la salud física era considerada parte del tratamiento, como lo atestigua -aunque posterior al caso que nos ocupa- el artículo 2 de la antigua Ley Penitenciaria Nacional (Decreto Ley N° 412/58):

ARTÍCULO 2. – El condenado está obligado a acatar en su integridad el tratamiento penitenciario que se determine. Si el tratamiento prescribiere la realización de operaciones de cirugía mayor o cualquier otra intervención quirúrgica o médica que implicaren grave riesgo para la vida, o fueren susceptibles de disminuir, apreciable y permanentemente las condiciones orgánicas o funcionales del condenado, deberá mediar su consentimiento o, si fuere absolutamente incapaz, el de su representante legal y la autorización del juez de la causa, previo informe de peritos. En casos de extrema urgencia bastará el informe del servicio médico, sin perjuicio de la comunicación ulterior al juez de la causa. 

¿Por qué esta intempestiva mención a las eventuales “cirugías mayores”? Se me ocurre -pero no es más que otra hipótesis- para señalar que el resto de los tratamientos no gozaban de la misma voluntariedad, en tanto que, salvo un apartado breve sobre las enfermedades profesionales que podían haber adquirido los internos en su trabajo cotidiano y las remuneraciones a las que tienen derecho en esos casos, no hay otras menciones a la salud, ni como derecho ni como obligación. Pero, en todo caso, no dejaría de ser rara esa “obligación a la salud”, con excepción de la separación del régimen común en caso de enfermedades infecto contagiosas u otras medidas preventivas, que en la vida del interno también implican la limitación en sus actividades cotidianas o en sus visitas, y por tanto no siempre cuentan con la aquiescencia de los internos.

El primer aspecto formal era el de la educación. Sin embargo, se evidencia que no era prioritario: los informes suelen ser escuetos en las historias criminológicas, y muy espaciados en el tiempo. Además había una serie de limitaciones de orden práctico: la única educación que se enseñaba era la primaria, y dentro de esta educación por lo general se enseñaban los rudimentos de la escritura y las matemáticas. Los internos que ya tenían esos conocimientos usualmente estaban relevados de su obligación de ir a la escuela, así como los mayores de 50, aquellos eran considerados como que “carecían de las mínimas condiciones mentales”. Sólo se sancionaba con un recorte en los beneficios reglamentarios a aquellos “internos analfabetos que no hayan puesto empeño en superar esa situación”. El caso de José F. puede ser también una buena muestra. Habiendo ingresado en 1919, su informe educativo de 1939 -es decir, 20 años después- menciona que únicamente había aprobado el tramo “C” que equivalía al antiguo primer grado superior:

El segundo aspecto, y por lo general el más significativo en la época, era el del trabajo. Existían diferentes talleres, con diferentes posiciones, que también variaban de acuerdo a las unidades. La calificación laboral hacía mención a los oficios del padre y los dos abuelos masculinos, a sus ocupaciones anteriores, y lo que hoy denominaríamos su “proactividad”. 

También se mencionaba en este punto cuánto ganaba de acuerdo al taller y a la posición (peón, medio oficial, oficial) y qué hacía con su dinero, que en este caso era remitido a su familia en Buenos Aires. Se constata que ganaba $0.20 por jornal y que en la vida libre, con ese mismo puesto, como peón de colchonería, podía ganar hasta $4. Finalmente un resumen de parte del maestro del taller, que lo reputa de voluntarioso y con buena conducta. Este informe en particular no está fechado, pero es de imaginarse que es de 1939, al igual que el anterior y que el posterior, el de la sección penal. 

El tercer aspecto del tratamiento era el de la “sección penal”, lo que englobaba a las cuestiones de disciplina y seguridad y cuestiones referentes a la socialización. Se completaba entonces en el formulario una calificación respecto de su conducta, su higiene, su moralidad, sus perversiones sexuales -”No se le conocen” reza escuetamente el formulario-, por las relaciones con otros reclusos, si se aísla, por el carácter de su camaradería -”Reglamentaria”-, animadversión, predominio o subordinación frente a otros detenidos. Respecto de la conducta con la familia, se completaba con “sí” o “no” a la pregunta “Ha recibido visitas?” y “De quiénes?” a lo que se responde únicamente “En este Establecimiento no hay visitas”. Sin embargo, sí se deja constancia de que ha recibido correspondencia de su madre, y un apartado muy particular, quizá particular a nuestros ojos, que dice “Observaciones del control epistolar”, comenta que es afectuoso con su madre y por su intermedio con todos sus familiares.

Se detallaban también las sanciones impuestas con sus causas:

La mención a “estos últimos tres años” se termina de comprender al mirar el reverso del formulario:

Hay que señalar que es un caso bastante atípico en cuanto a la cantidad de sanciones y a la dureza de las mismas, como el caso de la de noviembre de 1930, que conllevó 15 días de encierro en celda oscura por haber sido insolente con un agente. Llamativamente aparecen también 8 días de encierro en la celda oscura “por negarse a trabajar”, pero hay que tener en cuenta que en ese momento la Ley Penitenciaria Nacional no se encontraba todavía vigente. 

La fecha de estos informes se explica porque es la fecha en la que José F. comienza a solicitar la libertad condicional. Sobre estos formularios se confeccionaba un informe para el juzgado en el que se ponderaba si el interno estaba listo o no para su salida, supeditado a la decisión del juzgado (que generalmente seguía las recomendaciones del informe). Las conclusiones del informe de 1940 decían lo siguiente:

Como puede verse, en 1940 y sobre la base de estos informes, la libertad condicional se ve negada, y se sostiene el argumento de que la pena debe continuar actuando como “medida eliminatoria”. Sin embargo, 5 años después José F. solicita el indulto. En 1945 se producen una nueva serie de informes, en las que algunas consideraciones ya cambian. La permanencia en la prisión comienza a tornarse perniciosa para el interno, en razón de su “declinación vital”. Ya no puede esperarse mucho más de parte del tratamiento. Llega el momento entonces de considerar su egreso:

Quizá sea momento propicio de revelar por qué había sido condenado José F., o para decirlo de otra manera, de qué se supone que tenía que haberlo “curado” el tratamiento penitenciario en la Cárcel de Ushuaia. Es un crimen suficientemente truculento como para señalar que pueden saltearse los tres próximos párrafos.

El 16 de septiembre de 1919, José F., de 20 años, se encuentra cerca de las 4 de la tarde en una cancha de bochas con tres amigos que serán además sus cómplices en Rivadavia y Orán, ciudad de Buenos Aires. Finalizada la partida, son invitados por Antonio F. “El Burro” a hurtar algunas ropas. Inicialmente caminan por Orán -hoy Emilio Lamarca- llegan hasta Jonte y continúan hasta Santo Tomé, donde roban las primeras prendas. Vuelven por Orán y cambiando de rumbo ingresan a través de una tranquera a una propiedad en San Nicolás y Lascano donde encuentran otras prendas colgadas. Luego de tomarlas, José F. percibe que en una habitación se encontraba una mujer con una niña de dos años en su falda, Filomena D. Golpea a la madre en la cabeza y le tapa la boca para evitar que grite, al punto que termina desmayándola. José F. se lleva a la niña mientras se va corriendo por Jonte, perseguido por sus cómplices que abandonan allí la ropa hurtada. Al llegar nuevamente hasta Orán, penetran en un alfalfar y violan junto con uno de los cómplices a la niña. Al ser advertidos los movimientos extraños por el sereno del predio este comenzó a dar la voz de alarma, por lo que José F. estrangula a la niña y se lleva el cadáver escapando del predio. Finalmente, en la calle Arregui, entre Condarco y Terrada, al pie de una noria que se levantaba allí, abandonan el cuerpo de la pequeña.

Al otro día, al dirigirse hacia la comisaría, el sargento Antonio Lori es avisado de que había un cadáver en la dirección mencionada. En atención a la denuncia que se había realizado el día anterior, el reconocimiento del cuerpo se produce rápido. 

La determinación de los victimarios llegó a través de la ropa robada: La madre de la niña reconoce que parte de las prendas encontradas le pertenece, y aporta a la investigación el dato de que el joven que les llevaba leche había dejado de hacerlo desde el día del secuestro. Interrogado el patrón del joven, dice que se trataba de Enrique P., quien había abandonado su negocio robándole también ropa y unos pollos y que por comentarios había sabido que este mismo Enrique P. también había robado un capote en Jonte y Orán. El 4 de octubre de 1919 es hallado por la policía junto al puente de San Nicolás y Dungenes (otra calle que también ha cambiado su denominación). Enrique P., que había sido el otro cómplice en participar de la violación confiesa todos los hechos y señala a todos los participantes, que a su vez también confiesan, con la excepción de José F., quien inicialmente no solo niega, sino que acusa a sus cómplices de haber cometido los hechos y complotarse para acusarlo a él. Al otro día decide rectificar su declaración y confesar; pero al siguiente pide desdecirse de su confesión, lo que le es denegado.

De esta manera, José F. es condenado a “Penitenciaria por tiempo indeterminado” y “accesorias de ley” y a Enrique P. a “Diez años de penitenciaría, accesorias de ley y costas procesales”, mientras que los otros dos cómplices a un año de arresto y costas. 

Me permito aquí dos anotaciones más sobre las historias criminológicas: una vez recibido el testimonio de sentencia, el mismo era leído o informado al interno, al que se le permitía dar su versión del hecho. José F. sostiene “por lo que ha podido saber en la cárcel y por informaciones que le han llegado de afuera” que los únicos autores fueron Enrique P. y Antonio F., a los que conocían por cuestiones laborales. Ellos lo acusaron y  la condena se explicaría porque el secretario del juzgado, Dr. Oreste Polito “se molestó [con José F.] y estuvo “injusto y parcial con él”. Esta versión a su vez era objeto de análisis criminológico, se la calificaba respecto del crimen como Confesado, Atenuado, Deformado y Negado (que fue la que obtuvo José F.) y se tenía en cuenta para el Índice de Peligrosidad, de acuerdo con la la escala diseñada por Enrico Ferri. 

En la foto, subrayados con rojo pueden verse las características que consideraron como aquellas que incrementaban la peligrosidad:

Sin duda el delito fue execrable, pero eso no quita que la valoración de algunos puntos parecen forzadas, como en el 7°, en tanto difícilmente pueda decirse que hubo una preparación minuciosa, y es más, casi no puede decirse que hubo preparación. Asimismo no queda claro qué tipo de parentesco mantenía el interno con la víctima (punto 6°). Por otro lado, quizá el punto 11° se podría haber subrayado en este caso. Debajo de esta escala aparecía el “índice de menor peligrosidad” donde se subrayaban algunos atenuantes criminológicos, como podrían ser la honestidad antes del hecho, el haber actuado por “motivos excusables” como el amor o el honor, el haber intentado reparar los daños  o el haber confesado, especialmente si era antes de haber sido descubierto el hecho por las autoridades. 

En 1946, José F. es indultado por el Poder Ejecutivo Nacional. Se realiza un informe final donde se lo remite al Juez Letrado de los Territorios Nacionales de Santa Cruz y Tierra del Fuego, en virtud de una causa por lesiones de 1922, de la que la Dirección General de Institutos Penales no había recibido más novedades. Con esta última actuación se cierra la historia criminológica de nuestro interno. De haberse considerado prescripta esa causa, habría vuelto a trabajar con su padre de 72 años en el puesto de frutas y verduras del Mercado de Abasto. Debajo una foto sin fechar, pero probablemente fuese ya pronto a su salida:

Como puede notarse, el personaje de José F. nos resulta infinitamente más antipático que Alex, probablemente porque su acción no tuvo lugar en una novela bien escrita. 

Con esta descripción de las historias criminológicas nos hemos alejado bastante de nuestro tema inicial, que era el tratamiento. Y es que en realidad lo curioso es que justamente el tratamiento terminaba siendo el mismo para todos, como ya lo hemos marcado. Toda esta información servía únicamente para modular y evaluar luego sus eventuales avances.Foto en blanco y negro de un hombre

Descripción generada automáticamente con confianza media

Sin embargo no hay que confundirse, la mayoría de los “diagnósticos” criminológicos hoy nos parecerían que pecan de ingenuos, adscribiendo en su mayoría el delito a una “debilidad moral” cuando no había otros rasgos significativos -para el saber criminológico de la época, vale aclarar-, y eventualmente a estigmas degenerativos en el resto minoritario de los casos. Por otro lado, más allá de que se estableciera un “diagnóstico” bastante personalizado, por lo general el tratamiento se encontraba con los mismos problemas con los que se encuentra hoy: por cuestiones de tiempo, de espacio, y de organización es difícil implementar programas de tratamiento particularizados en contextos carcelarios.

Esto no quería decir que todos los condenados por cualquier delito compartiesen sus espacios. Existían en esa época tanto como ahora establecimientos diferenciados -algunos de hecho son los mismos, como la Cárcel de Rawson U.6 o la Prisión Regional del Norte U.7- y algunos tenían características particulares. La Cárcel de Ushuaia, en la que nos hemos extendido un poco más esta vez, estaba diseñada por ejemplo para alojar condenados por crímenes especialmente graves, generalmente homicidas o criminales diagnosticados como perversos constitucionales. 

El tratamiento penitenciario en Argentina, hoy. 

Si observamos rápidamente las modificaciones en la legislación y la reglamentación penitenciaria, podemos observar algunos hitos que nos ayuden a orientarnos en las fechas. Según Luis González Alvo y Alejo García Basalo, las primeras reglamentaciones importantes en la materia del penitenciarismo fueron la Constitución Nacional de 1853, las leyes N° 94 y 514, y en especial el Código Penal de 1886, redactado por Carlos Tejedor y vigente hasta 1922, que en el Título II de la Parte General, “Clases de penas, su duración, su ejecución y efectos”, estableció la existencia ocho tipos de penas: muerte, presidio, penitenciaría, prisión, arresto, destierro, inhabilitación absoluta y especial y multa. Las diferencias entre presidio, penitenciaria, prisión y arresto pasaban principalmente por las duración (en los primeros dos casos, de 3 años a tiempo indeterminado), por los trabajos forzados, y por el tipo de establecimiento en que se cumplía la condena. Con el paso de los establecimientos de la Capital Federal en 1880 a la jurisdicción nacional, se mantuvo la misma reglamentación aunque Antonio Ballvé, asesorados por José Ingenieros, dictaron una serie de reglamentaciones para su funcionamiento.

Hacia 1920 la cuestión carcelaria volvió a tomar interés a nivel nacional. En esta década  reformó el Código Penal y se realizó el segundo censo penitenciario, mientras que en 1933 se dictó la ley 11.833, “Organización carcelaria y régimen de la pena”, reglamentada a su vez recién catorce años después por decreto P.E.N. Nº 35.758/47 y vigente hasta 1958, que es reemplazada por la “Ley Penitenciaria Nacional”. Finalmente, el 10 de abril de 1967 se promulga la ley N° 17.236/06, primera Ley Orgánica del Servicio Penitenciario Federal, que es el organismo todavía vigente, que luego será complementada por las leyes N° 24.660 Ley de Ejecución de Pena Privativa de Libertad y su reforma bajo ley N° 27.375.

¿Qué diferencias había entre el tratamiento de la época de Dirección General de Institutos Penales y el tratamiento actual? En términos abstractos, no muchas: trabajar, estudiar, no tener faltas disciplinarias. Por ejemplo, el artículo 13° de la ley 11.833 decía :

La organización de los establecimientos penales debe consultar:

a) un régimen de educación moral e instrucción práctica;

b) un régimen de aprendizaje técnico de oficios, concordante con las condiciones individuales del condenado y con su posible actividad post carcelaria;

c) un régimen disciplinario que tenga por fin readaptar e inculcar hábitos de disciplina y de orden y en especial, desenvolver la personalidad social del condenado.

Y de hecho, con mayor nivel de complejidad y extensión, si uno revisa y compara la antigua Ley Penitenciaria Nacional (Decreto Ley N° 412/58) con la actual, notaremos que tienen una estructura similar y muchos de los artículos han permanecido iguales: por ejemplo, los referentes a las salidas transitorias. 

Algunas diferencias son un poco más sutiles y nos hablan de estos cambios de época. Sobre la negativa a trabajar, la ley antigua decía: “No se obligará coactivamente a trabajar. El interno que rehusare a hacerlo, sin justo motivo, será corregido disciplinariamente, considerándose esa negativa como falta grave.” La actual morigera las medidas a tomar: “Sin perjuicio de su obligación a trabajar, no se coaccionará al interno a hacerlo. Su negativa injustificada será considerada falta media e incidirá desfavorablemente en el concepto.” Si bien para evitar este tipo de sanciones alcanza con que el interno solicite trabajar, es probable que detrás de esta morigeración también se encuentra la constatación de que la estructura penitenciaria actual no cuenta con los recursos suficientes para que todos los internos trabajen.

En todo caso, esta idea de “tratamiento penitenciario” puede sonar anticuada y  sin embargo no deja de ser actual. La Ley de Ejecución de Pena Privativa de Libertad N° 24.660 -y su reforma bajo ley N° 27.375- lo explicita en su primer artículo: 

ARTICULO 1º —La ejecución de la pena privativa de libertad, (…)  tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de respetar y comprender la ley, así como también la gravedad de sus actos y de la sanción impuesta, procurando su adecuada reinserción social, promoviendo la comprensión y el apoyo de la sociedad, que será parte de la rehabilitación mediante el control directo e indirecto.

El régimen penitenciario a través del sistema penitenciario, deberá utilizar, de acuerdo con las circunstancias de cada caso, todos los medios de tratamiento interdisciplinario que resulten apropiados para la finalidad enunciada.

Es interesante notar que en la modificación que se hizo a esta ley bajo la ley N° 27.375 se incorpora la frase “así como también la gravedad de sus actos y la sanción impuesta”, que complejiza el objetivo de la pena e incorpora una perspectiva victimológica a lo que hasta entonces era la pura comprensión de la ley y su respeto, y que también se evidenciará en otros artículos con un lugar para la opinión de la víctima sobre los avances en las distintas fases del tratamiento. De acuerdo con esta ley, el tratamiento en sí es en realidad una parte del régimen penitenciario, que se compone de Período de observación; Período de tratamiento; Período de prueba; y Período de libertad condicional. 

Para caracterizarlos brevemente, el período de observación sería el equivalente a la observación en una internación psiquiátrica: el organismo técnico-criminológico (la “división Criminología”) entrevista al interno, se recaban sus datos sociales, familiares, médicos, laborales y educativos y se analizaría el testimonio de sentencia recibido (es decir, por qué se lo ha condenado). Y digo “se analizaría” porque en los hechos el interno suele ingresar a la prisión “preventivamente” mucho antes de que escuche su sentencia -lo que implica que, además, en algunos casos, no será condenatoria. Con estos datos se confecciona la historia criminológica, que si nuevamente utilizamos una analogía con la medicina, es el equivalente a la historia clínica para la prisión. Sobre estos datos y escuchando las inquietudes del interno en vistas a lograr “la cooperación del condenado para proyectar y desarrollar su tratamiento, a los fines de lograr su aceptación y activa participación“ se indica la fase del período de tratamiento que se propone y el tipo de establecimiento, así como algunas pautas de revisión de los objetivos alcanzados. 

El período de tratamiento, a su vez, tiene 3 fases principales: Socialización, Consolidación y Confianza, que pueden además ser fraccionadas en tanto y en cuanto el establecimiento cuente con instalaciones o programas diferenciados. 

La fase de socialización, según la ley, consiste “en la aplicación intensiva del programa de tratamiento propuesto por el organismo técnico-criminológico tendiente a consolidar y promover los factores positivos de la personalidad del interno y a modificar o disminuir sus aspectos disvaliosos.” Tal como puede notarse, no se especifica demasiado. Luego del paso por los módulos “de ingreso” del penal, a veces llamado así formalmente y en los que suele transcurrir el relativamente breve Período de observación (unas pocas semanas), se establece el pabellón o unidad residencial que alojará al interno en primera instancia. 

Los diferentes pabellones o unidades residenciales agrupan a su vez poblaciones penales diversas con programas de tratamiento que pueden estar destinados a algún aspecto particular de esa población. Por ejemplo, programas específicos para adictos, para jóvenes adultos (condenados entre 18 y 21 años), para población geronte, para extranjeros, y también de acuerdo a la peligrosidad u otras características de interés criminológico: si son “primarios” o “reincidentes”, por ejemplo, o por qué tipo de delito han sido condenados. Por otro lado, muchas clasificaciones se superponen con imponderables de la realidad: no se pueden alojar internos que hayan tenido conflictos significativos con anterioridad; o a veces simplemente no hay espacio para alojar más internos en ese pabellón o unidad en particular. Con el ingreso al primer alojamiento comenzaría formalmente el tratamiento penitenciario: pero nuevamente hay que utilizar el potencial en tanto que todas estas fases pueden cumplirse bajo prisión preventiva, en la que formalmente no corresponde tratamiento alguno dado que prima la presunción de inocencia.

Sin embargo, y sin que se vea afectada esta presunción de inocencia, también existe para los procesados con prisión preventiva el Régimen de Ejecución Anticipada Voluntaria, más conocido como “REAV” que le da la posibilidad de ir “adelantando” las diferentes fases del tratamiento incluso desde antes de su condena. ¿Por qué un interno procesado, es decir presuntamente inocente, se sumaría al régimen propio de los condenados? Un poco porque supone que será condenado por el crimen por el que fue acusado, pero también porque la cárcel es un lugar a la vez terrible y aburrido si uno no encuentra algo para hacer (aunque también si lo encuentra). 

En esta primera fase el interno comienza también con una serie de actividades cotidianas en las que será evaluado periódicamente (en el ámbito federal, cada 3 meses). Estas actividades incluyen trabajar en los talleres, la cocina o la panadería central de la unidad, o como fajinero de las dependencias; concurrir al nivel educativo que le corresponda, y también asistir a las (pocas) instancias de tratamiento relativas a su salud mental. 

Para ingresar en la segunda fase del tratamiento, de Consolidación, y que suele ser además la más extensa temporalmente, ya se esperan algunos objetivos: se evalúa su comportamiento frente a pares y agentes o funcionarios, no registrar sanciones por otros motivos (por ejemplo, tenencia de elementos prohibidos). También (¿quizá un poco como una rémora de otros tiempos?) la ley menciona el “demostrar hábitos de higiene en su persona, en su alojamiento y en los lugares de uso compartido”. No hace falta mencionar que las prisiones son lugares sucios, aunque paradójicamente se los limpia todo el tiempo: los fajineros, que tienen un trabajo relativamente sencillo y no muy cansador, y con “llegada” a las diferentes oficinas de la unidad intentan mantener ese puesto demostrando que todo el tiempo están limpiando; eso no impide que las cucarachas y las ratas pululen. Esa paradoja quizá se materializa en el olor que todo lo impregna: un aroma característico, mezcla de olor a grasa, fluido Manchester, basura en descomposición, lavandina y un resto de “mugre indefinida” lo permea todo. A pesar de eso, los internos suelen ducharse e higienizarse para salir de los pabellones y un interno que sea poco afecto a esa higiene personal suele ser rechazado por sus compañeros. También menciona la ley que las pautas de supervisión y contralor en sus tareas deberían menguar respecto de la fase anterior. En la realidad, esto depende más del establecimiento o la unidad residencial en la que esté alojado que en la fase que su historia criminológica refiere, aunque también puede reflejarse en la importancia o la autonomía en las tareas que realiza en los talleres. 

En la Fase de Confianza, se mantienen los requerimientos de la fase de Consolidación, pero se incorporan algunas nuevas características. Ya no hay vigilancia permanente o directa en los trabajos que el interno realice de manera individual o grupal en las instalaciones del establecimiento o en algunos terrenos cercanos (como pueden ser trabajos de jardinería o huerta); un alojamiento en un sector independiente y diferenciado de los internos que están en otras etapas del tratamiento; la ampliación de las visitas y del ambiente recreativo. Técnicamente, aquí terminaría el “tratamiento penitenciario”. Esto no quiere decir que el interno logre la libertad, pero sí que la próxima etapa le brindará ya algunos beneficios.

El Período de Prueba ya contempla condiciones de autogobierno, es decir, el alojamiento en establecimientos o anexos (casas de pre-egreso) semiabiertos o abiertos. En estos establecimientos el interno puede lograr “salidas transitorias” o incorporarse al régimen de “semilibertad” que se otorgan tienen por objetivo comenzar a afianzar los lazos con el mundo exterior, y suelen utilizarse para estudiar o concurrir a trabajar (sí, como un hospital de noche). Según el nivel de confianza, podrán ser acompañados por un agente -que no va uniformado-, bajo la responsabilidad de un familiar o referente del interno, o bajo palabra de honor. No hay que confundir esto con la “libertad condicional” en la que el interno, antes de la finalización de su condena, es devuelto a su hogar a finalizar allí su condena bajo la supervisión del patronato de liberados o de miembros del servicio social. 

La Conducta y el Concepto siguen siendo importantes y se expresan todavía de acuerdo a una escala cualitativa que va desde “pésima” a “ejemplar”. Tal como está definida hoy, la Conducta refleja “la observancia de las normas reglamentarias que rigen el orden, la disciplina y la convivencia dentro del establecimiento”, y es tenida en cuenta para establecer la frecuencia de las visitas o la participación en actividades recreativas, aunque, nuevamente, aquí predomina más el establecimiento en el que esté que la calificación personal. El Concepto, por su parte, refleja la “evolución personal de la que sea deducible su mayor o menor posibilidad de adecuada reinserción social” y es tenida en cuenta para la aplicación de la progresividad del régimen, el otorgamiento de salidas transitorias o el régimen de semilibertad.

Hasta aquí un breve repaso de lo que significa hoy el “tratamiento penitenciario”, con algunas rupturas y muchas continuidades respecto de los tiempos de la Dirección General de Institutos Penales. Sin embargo, al menos en mi experiencia personal, el “tratamiento” refiere a una tecnología que ha caído en el descrédito. Si bien puedo dar fe de que se lo cumple lo mejor que se puede con los recursos existentes, son relativamente pocos los agentes, profesionales y magistrados convencidos en que este régimen logrará de por sí un cambio en el interno, llevándolo desde “la maldad” a “la bondad” como el método de Ludovico había llevado al nadsat Alex desde las penumbras hacia la luz. En relación con los internos, siempre está la sospecha de que sus avances en el mismo no responden a ese deseo de superación personal, sino al deseo -más que entendible- de avanzar en las diversas fases y llegar así a la libertad.

Conclusiones

Al comenzar a escribir este artículo un poco mi idea era contraponer ese tratamiento tan detallado de la época de los Institutos Penales con el relativamente escueto que se lleva hoy en día, donde suelen predominar en las historias criminológicas actuaciones dirigidas desde y hacia el juzgado. Estas historias criminológicas actuales se me aparecían como tecnicistas y burocráticas, frente a las historias que producía el Instituto de Clasificación, detalladas, minuciosas, en las que se intentaba encontrar la causa que había llevado al interno fatalmente hasta el delito.

Sin embargo, recorriendo nuevamente la historia de José F., creo que esa idea finalmente no se sostiene. En su época se consideraba que la pena tenía una fase intimidatoria y una resocializadora y en virtud del avance que se veía en ambas se evaluaba el progreso del interno; pero el único verdadero tratamiento, como dijimos, era en menor parte la educación, y principalmente el trabajo y la disciplina. No había más que eso, el resto era únicamente esa recolección detallada de información, en la que si bien se evaluaban de forma frecuente los efectos de la pena en el carácter, se daba por sentado de que esa pena por sí misma iba a “curarlo”. Los mismos problemas persisten. Acotados en su alcance y con las dificultades intrínsecas al sistema carcelario, los programas de tratamiento y ciertas comunidades -por ejemplo, religiosas- que se forman dentro de las prisiones no dejan de tener una influencia más beneficiosa para los fines que se persiguen según la ley que el viejo sistema que vimos en detalle. 

Antes de cerrar este texto me gustaría dejar meramente asentadas dos cuestiones más. Primero, que no podemos dejar de mencionar en este punto a algunas ideas de Michel Foucault. No es para nada original intentar analizar a La naranja mecánica desde un punto de vista foucaultiano. Por una cuestión de fechas, no pudo haber influencias de las teorías de Foucault sobre Burgess, cuya influencia principal se suele ubicar en 1984 de Orwell. Tampoco he encontrado referencias de parte de Foucault a la novela. Sin embargo la compenetración entre ambas miradas es clara. Podríamos (y deberíamos) extendernos en las implicancias del tratamiento que analiza Foucault tan detalladamente en Vigilar y castigar y La verdad y las formas jurídicas, pero no estaría bien tentar la paciencia de nuestros lectores con ese desarrollo.

La segunda cuestión es de orden especulativo. Suponiendo que contáramos por un método Ludovico efectivo, y suponiendo además -cuestión que no es menor- que ese método no conlleva el sufrimiento que se describe en la novela o se muestra en la película: ¿tendríamos derecho a usarlo?, ¿tenemos derecho a reeducar a personas adultas a fin de que se comporten de determinada manera, no ya en aras de aligerar el sufrimiento o evitar un peligro, sino en virtud de una norma impuesta? ¿Debemos como sociedad castigar una acción prohibida o modificar un comportamiento desviado? En las respuestas que demos a esas preguntas se juega la separación entre la psiquiatría y su doppelgänger.


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