Por Víctor Pagano
“No puedo definir lo que sentí en ese momento, todo lo que se siente con una mujer viva no es nada en comparación.”
Sargento Bertrand
Una machine infernale para el vampiro de Montparnasse
Es sabido que cuando Richard von Krafft-Ebing publicó su Psychopatia Sexualis, tomó la precaución de ocultar los detalles más escabrosos de sus relatos -al menos para el espíritu de la época- detrás de las palabras en latín. La historia canónica de la sexología suele resaltar lo infructuoso de tan noble y recatado intento, dado que el libro se convirtió en un best-seller de todas maneras, que se leía de manera tan culposa como ávida. Otras versiones, quizá más maliciosas o menos ingenuas, sostienen que es imposible que el autor no supiese que el latín se enseñaba en los colegios, y que su intento de codificación no era más que un afectado pundonor. En todo caso, y curiosamente, las vueltas de la historia han vuelto más críptico el texto para nosotros que para sus contemporáneos, obligándonos a salvar esa pretendida encriptación o bien estudiando latín ex profeso, o bien con las comodidades siempre inciertas que nos ofrecen los traductores en línea. De los relatos que pueden leerse allí, al día de hoy algunos dan risa, como los de los ladrones de trenzas que tan bien caracteriza Deleuze en su curso sobre Sacher-Masoch. Otros, como el caso de un tal Gruyo, reseñado por Lombroso y citado por Krafft-Ebing, nos resultan particularmente espeluznantes.
Pero de entre las decenas de casos recolectados por el autor, tanto por noticias históricas, periodísticas o reseñas de sus colegas, hay un caso en particular que ha llamado la atención de cronistas e historiadores desde siempre, y que se convirtió en paradigmático: es el caso del sargento François Bertrand, francés. Es un caso famoso que fue tratado originalmente por Marchal de Calvi. Años más tarde, en la séptima edición de su famoso Étude médico-légale sur les attentats aux moeurs Ambroise Tardieu publica una muy breve reseña de lo que considera el “último grado al que puede arribar la perversión del instinto sexual”. Junto con su reseña publica un manuscrito del mismo Bertrand -a modo de memoria de sus actos- y una carta que dirigiera también Bertrand al periódico Union médicale, a fin de corregir algunos errores que habían publicado sobre él. Será de estas fuentes de donde lo tomará Krafft-Ebing y además será su libro quien termine de convertirlo en un caso histórico famoso.
No tiene sentido extenderse en el caso -no nos interesa particularmente para este texto- pero sí reseñarlo brevemente. El mismo Bertrand comenta su progresión: comienza con la masturbación a una edad que no puede determinar, sin esconderse de nadie y sin que nadie le enseñara. A partir de los 9 años comienza a pensar en mujeres, y ocasionalmente en hombres, aunque esto le disgustaba generalmente. Luego comenzará a mutilar cadáveres de animales domésticos que encuentra muertos, y poco tiempo más tarde comienza a mutilarlos todavía vivos. Ya para 1846, a los 23 años, había comenzado a fantasear con desenterrar cadáveres, en particular los de la fosa común del cementerio del Este (en París), pero no lo lleva a cabo por miedo.
En 1847 su regimiento es destinado a la pequeña villa de Bléré, y paseando al mediodía con los amigos, la “curiosidad”, según escribe, lo hace entrar al cementerio. Una persona había sido enterrada en la víspera, pero los sepultureros habían sido sorprendidos por una fuerte lluvia y, dejando la tumba a medio rellenar junto con sus elementos de trabajo, habían ido a refugiarse. Viendo esto, dirá Bertrand que “me vinieron las ideas más negras, tuve un violento dolor de cabeza, mi corazón latía con fuerza, ya no me poseía más”. Inventó un pretexto acerca de volver a la villa para separarse de sus camaradas y retornó al cementerio. Tomó la pala y comenzó a desenterrar el cadáver, y cuando hubo terminado, sin tener ningún elemento cortante como para mutilarlo, comenzó a pegarle por la misma pala que había utilizado hasta el momento. El ruido atrae a un trabajador de la viña vecina: Bertrand se esconde acostándose en la misma tumba. El viñador corre a alertar a las autoridades, y Bertrand tapa nuevamente el cadáver con tierra y se escapa por uno de los muros del cementerio.
En los meses siguientes, al ritmo de los sucesivos traslados de su regimiento, se producen nuevas profanaciones: mutilaciones, evisceraciones y canibalismo se acumulan. Lo mismo ocurre con vigilancias, escapes y propósitos íntimos de enmienda. El 10 de marzo de 1848 se encuentra, en el cementerio de Douai con un cadáver de una joven adolescente, que abraza contra su corazón y, según cuenta, le prodiga “todas las caricias que un amante apasionado puede hacerle al objeto de su amor”. Es la primera vez que se libra a los “excesos impúdicos”, y es a ese cadáver en particular a quien le dedica las palabras del epígrafe.
Nuevos traslados y nuevas profanaciones, especialmente en el cementerio que le otorga el mote de “El vampiro de Montparnasse” en los medios de la época. Se inicia una investigación, se detectan huellas cerca del muro de cementerio y se instala una machine infernale, una trampa que al ser activada disparaba metralla. La máquina se activa en la noche del 15 al 16 de marzo de 1849. Herido con gravedad, Bertrand es tratado en el hospital militar de Val-de-Grâce. Marchal de Calvi, que lo atiende allí, logra su confesión. Es sometido a un concejo de guerra. La pena: un año de cárcel. Al fin y al cabo, no era otra cosa que un monomaníaco.
Algún día contaremos la historia completa de Bertrand, en honor a quien -si cabe la palabra “honor”- Joseph Guislain acuñó el término necrofilia, de acuerdo a lo que queda registrado de sus Leçons orales sur les phrénopathies. Pero es sobre necrofilias y otras parafilias que vamos a escribir hoy.

Las intermitencias de la necrofilia
En 1844, apenas dos años antes de que comenzaran las desventuras necrofílicas de Bertrand, Heinrich Kaan publica la primera Psycopathia sexualis, inaugurando un género que, con títulos similares, se extenderá hasta fines del siglo XIX. La teoría de Kaan -y con sutilezas más o sutilezas menos podría encuadrarse toda sexología de la época en los mismos lineamientos- es que existía un instinto sexual, un nisus sexualis, que compelía a los seres humanos al coito reproductivo. Pero como el instinto humano estaba alterado por la cultura, que lo limitaba en cuestiones de edad, parentesco, situaciones o clases sociales, etcétera, aparecían determinadas desviaciones de ese instinto. Para Kaan, esas desviaciones se dividían en seis tipos: el onanismo (Onania sive masturbacio); la pederastía (Puerorum amor); lo que él denomina “amor lésbico” (Amor lesbicus) y que incluía ambas formas de homosexualidad; la necrofilia (Violatio cadaverum), todavía sin su nombre; la zoofilia (Concubitus cum animalibus) y una muy particular, pero que a Kaan le preocupaba mucho, la violación de estatuas (Expletio libidinis cum statuis).
Es notable, entonces, que desde el nacimiento mismo de las catalogaciones de las patologías sexuales la necrofilia ha acompañado la historia de la sexología. Ahora, si revisamos la CIE-11, ya no la encontramos, o al menos no a simple vista: la han escondido dentro de una de esas categorías misceláneas que tan buenos servicios rinden en cualquier nosografía. En este caso la categoría se titula, ominosamente, “Otro trastorno parafílico especificado que involucra a individuos que no dan su consentimiento”. Además, el término “necrofilia” ya no aparece mencionado como tal, sino que es reemplazado por un circunloquio que termina identificándola con la zoofilia, definiéndolo como un trastorno parafílico que involucra deseos intensos o conductas sexuales que involucran a personas:
…que no están dispuestos o no pueden dar su consentimiento y que no está específicamente descrito en ninguna otra categoría de los trastornos parafílicos (p. ej., patrones de excitación que involucran a cadáveres o animales).
La necrofilia ha muerto, y esto la crónica de su muerte anunciada. Sin embargo, su presencia a lo largo de esta historia no ha estado exenta de vaivenes. Y no nos referimos a la necrofilia en sí como práctica –como “evento que ocurre en el mundo de las cosas”-, que probablemente sigue manteniendo su existencia oscura y subterránea que le resulta tan apropiada, sino a su nominación en las grandes clasificaciones de enfermedades al uso. Veamos primero a qué nos referimos con sus vaivenes y luego por qué hablamos de su muerte.
Cuando revisamos las sucesivas ediciones de la Clasificación Internacional de Enfermedades, veremos que lo que hoy llamamos parafilias aparecían caracterizadas de maneras diferentes. En la versión 6, de 1948, que es la que inaugura la serie bajo ese nombre (antes era principalmente un listado de causales de muerte), nuestras actuales parafilias aparecen mezcladas en un único punto con nuestras orientaciones sexuales bajo el signo de las desviaciones sexuales, e insertadas dentro de las personalidades patológicas.
El término “necrofilia” ni siquiera aparece mencionado, y es de suponer que junto con la zoofilia debían quedar velados bajo el concepto de “Sexualidad patológica”. Esto cambia con la CIE-7, donde si bien el cuadro se mantiene igual en lo que respecta a nuestro tema, la necrofilia ya aparece mencionada en el índice asociada al mismo código (320.6). En la octava edición, que data de 1965, ya aparece un listado bastante más exhaustivo de desviaciones, incluidas dentro de los trastornos mentales, donde la necrofilia aparece mencionada en el cajón de sastre de la categoría, junto con el narcisismo y el masoquismo entre otros. En este caso, puede resultar curioso a nuestros ojos que el Exhibicionismo cuente con su propia codificación (302.4) pero lo que parece ser su contraparte, el Vouyerismo ingrese a los bajos fondos de la sexualidad. Hoy ambas gozan de carta de ciudadanía como patología.
En la edición 9 simplemente desaparece para reaparecer en la 10, de 1992, bajo el signo de los Otros trastornos de la preferencia sexual (F65.8), dentro de una descripción que vuelve a ligarla con la zoofilia y a mezclarla con nuevas formas de excitación, que podían incluir un fenómeno que terminó siendo relativamente fugaz, el de las llamadas telefónicas:
Una diversidad de otros rasgos de la actividad y de la preferencia sexual, tales como la realización de llamadas telefónicas obscenas, el frotarse contra otras personas para lograr estimulación sexual en lugares públicos atestados, la actividad sexual con animales, o el uso de la estrangulación o de la anoxia para intensificar la excitación sexual.
Dentro de esta descripción se mencionan únicamente dos categorías: el froteurismo y la necrofilia. Y hemos comentado ya la situación en la versión actual, que liga todo el problema a la cuestión del consentimiento.
¿Qué pasó mientras tanto con la clasificación rival de la Clasificación Internacional de Enfermedades? Algo no muy diferente en realidad. En el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders la necrofilia también tuvo sus vaivenes. En la primera edición, de 1952, que marca la ruptura además con la clasificación de la Organización Mundial de la Salud, no aparece mencionada, aunque la descripción de las Sexual deviations permitiría incluirla allí en tanto:
The term includes most of the cases formerly classed as «psychopathic personality with pathologic sexuality.» The diagnosis will specify the type of the pathologic behavior, such as homosexuality, transvestism, pedophilia, fetishism and sexual sadism (including rape, sexual assault, mutilation).
En la segunda edición sí aparecerá mencionada en el índice pero no listada, y caerá también en esas misceláneas de la enfermedad, situación que se repetirá en el DSM-III -recordemos de paso que esta edición, de 1982, es la que elimina la homosexualidad. Allí será una de las Atypical Paraphilia (302.90), categoría descripta como una “residual category for individuals with Paraphilias that cannot be classified in any of the other categories”. Sus compañeras serán la coprofilia, el froterismo, la misofilia, la “escatología telefónica” y la urofilia. La zoofilia (302.10), en cambio, contaba con su propia codificación y sus propios criterios diagnósticos. Muy similar será la situación en el DSM-IV, pero ya bajo una codificación nueva, F65.9, quedará debajo del signo de las parafilias no especificadas y al listado sugerido se sumará el “parcialismo”, la excitación por una parte particular del cuerpo.
Es interesante para nuestro tema cierto giro que comienza a tomar forma aquí y que se consolidará no sólo en el DSM-V sino también en la CIE-11. Ese giro será un alejamiento progresivo de la cuestión de la desviación o de la perversión, hacia una lógica de la falta del consentimiento, del daño o del deterioro personal. Comparemos para esto la definición de parafilia entre el DSM-III y el IV, primeramente.
En el DSM-III, se dice de las parafilias que la característica esencial de este desorden es la necesidad de parafernalia inusual o bizarra para la excitación sexual, y que esta parafernalia tiende a ser insistente e involuntariamente repetitiva e implica la preferencia de usos de objetos no humanos, la actividad sexual con humanos involucrando sufrimiento o humillación real o simulada, o actividad sexual con parejas que no dan su consentimiento. La definición que brinda el DSM-IV es parecida, pero no igual: lo que desaparece es esa referencia lo inusual y lo bizarro, dejando algo huérfana a la clasificación. Pero también aparecen algunos otros cambios.
En todo lo que se refiere al Criterio A, se mantiene en primer lugar lo de los “objetos no humanos” (nonhuman objects); aunque uno podría suponer, en la propia ingenuidad, que cuando se trata de sexo con objetos sería más bien positivo el hecho de que fueran no humanos: Probablemente un resabio de la idea de perversión, y una industria de “sex toys” todavía incipiente se filtraban en esa descripción. En el segundo criterio también hay un cambio: del sufrimiento real o simulado (repetitive sexual activity involving real or simulated suffering or humiliation), la caracterización del DSM-IV se restringe al sufrimiento real (the suffering or humiliation of oneself or one’s partner), en lo que probablemente se vea una concesión a las prácticas del BDSM. En última instancia, una referencia a niños o personas que no consienten (children or other nonconsenting persons) que podemos interpretarlo como un intento, acertado, de no llamar “parejas” (partners) a quienes no pueden brindar o no dan su consentimiento.
Esta descripción del criterio A se ve ahora complejizada por la descripción del criterio B: para algunos individuos las parafilias deben satisfacerse obligatoriamente, en algunos solo episódicamente, como en períodos de stress. Para la pedofilia, vouyerismo, exhibicionismo o froterismo únicamente si la persona actuó, o si estas fantasías provocaron distress o problemas interpersonales (“if the person has acted on these urges or the urges or sexual fantasies cause marked distress or interpersonal difficulty”). Para el caso del sadismo el criterio es el mismo, pero si la acción es llevada a cabo con personas que no consintieron, y con el resto de las parafilias si provocan dificultades en diferentes áreas de funcionamiento del individuo. Como se puede ver, el eje ya se desplazó: de la personalidad desviada, se pasó al criterio del acto que no pudo ser conservado únicamente como fantasía y a los inconvenientes que pueden implicar estas fantasías para la persona. ¿Una especie de “riesgo de daño para sí y para terceros”? Podría ser.
En el DSM-V el nivel de complejización ya da un nuevo paso: En primer lugar, este mismo criterio del “riesgo” se consolida para establecer un desdoblamiento del concepto. Ya se hablará de parafilias y de trastornos parafílicos, siendo estos los únicos considerados patológicamente relevantes, y cuya caracterización estará dada por criterios similares a los antes mencionados: el acto o el perjuicio personal. Los trastornos parafílicos incluidos en esta versión del manual serán el voyeurismo, el exhibicionismo, el frotteurismo, el masoquismo sexual, el sadismo sexual, la pedofilia, el fetichismo y el travestismo. Y, con la correspondiente explicación de que se han detectado decenas de parafilias y que potencialmente todas pueden convertirse en trastornos, acompaña el ya inveterado “cajón de sastre”: otro trastorno parafílico especificado y otro trastorno parafílico no especificado. Dado que existe esta última categoría -algo así como la Primera B o la Fórmula 2 de las parafilias-, que funciona como un transformador de parafilias a trastornos parafílicos, podríamos preguntarnos por qué no dejar únicamente ese título y describir, en última instancia, en qué consiste el trastorno en cada caso.
Aunque no se muestre del todo convincente, al menos al criterio de este humilde cronista, el mismo manual da una respuesta de por qué se han listado estos ocho: son los más frecuentes en relación con las demás parafilias y, en algunos de ellos, las acciones necesarias para llevar a cabo su satisfacción implican nocividad, daño a los demás, o la posibilidad de ser clasificadas como ofensas criminales. Así que tenemos dos criterios principales para la inclusión en la lista. Ahora, muy curiosamente, de la mayoría de estos trastornos se dirá que no hay datos de prevalencia -incluso ni siquiera se mencionan en algunos- o que los que existen son aproximados, por lo que parece sostener la clasificación es, en realidad, nuevamente el criterio del riesgo.
Veamos un caso. Si se eligieron únicamente ocho trastornos parafílicos sobre decenas posibles y se utilizaron principalmente dos condiciones, es de esperar que las condiciones sean lo suficientemente fuertes y que los casos, siendo escogidos tan precisamente desde una lista tan amplia, los cumplan acabadamente (¿no?). Veamos qué pasa con el caso del masoquismo sexual.
Si volvemos a mirar hacia atrás momentáneamente, veremos que en del DSM-IV, se dice que “[l]a característica esencial del masoquismo sexual consiste en el acto (real, no simulado) de ser humillado, golpeado, atado o cualquier otro tipo de sufrimiento”. Un primer problema sería establecer qué diferenciaría al acto real del simulado, ¿la idea de “jugar” a ser golpeado con una fusta caería fuera de la descripción? ¿El ser atado de forma tal que sea posible escaparse fácilmente? Imagino que sería ese estilo de cosas las que se tendrían en mente cuando se incluyó esa diferenciación. Pero había un problema -y debía ser un problema dado que hubo un cambio en la edición siguiente- que pasaba por el hecho de que la enumeración de actos en los que expresaba la parafilia eran coincidentes -ampliamente, sospechosamente coincidentes- con las prácticas de sumisión del BDSM: restricción de movimientos (sumisión física), supresión sensorial, distintos tipos de golpes, perforaciones y “humillaciones”, de las que se da una lista pintoresca: ser orinado o defecado, ser forzado a arrastrarse y ladrar como un perro, ser sometido a insultos verbales, ser travestido, infantilizado (usar pañales y chupetes, gatear, etc.).
En la edición V, ya se hace uso de los dos criterios (A y B) que mencionamos antes:
A. Durante un período de al menos seis meses, excitación sexual intensa y recurrente derivada del hecho de ser humillado, golpeado, atado o sometido a sufrimiento de cualquier otra forma, y que se manifiesta por fantasías, deseos irrefrenables o comportamientos.
B. Las fantasías, deseos sexuales irrefrenables o comportamientos causan malestar clínicamente significativo o deterioro en lo social, laboral u otras áreas importantes del funcionamiento.
El criterio A es, como vimos, una descripción somera de la especificidad de la parafilia. El criterio B, que es lo que transforma a la parafilia en trastorno parafílico, satisface nuestra hipótesis del “giro” de la psiquiatría (en su vertiente sexológica) sobre el tema: tiene que causar malestar clínico significativo (clinically significant distress) y cierto deterioro (impairment) en diferentes áreas de la vida social. Lo que pueda tener de “trastorno” se condensa en esta última idea, con lo cual vemos que las acciones que abarca pueden perfectamente ser las mismas descriptas en la edición anterior, solo que ahora ya no serían por sí mismas patológicas, sino en el contexto que se presentan. Y esto, en tanto resulten problemáticas (angustiantes para la propia psique, perjudiciales en las relaciones interpersonales) en ese contexto. Ahí podemos ver claramente el giro desde el desvío o la perversión al criterio del daño o la nocividad.
Ahora volviendo al segundo de los dos grandes criterios generales para la selección de los trastornos parafílicos -es decir, la prevalencia, ya descartada, y el criterio de la nocividad o el daño-, resulta en un ejercicio reflexivo desafiante preguntarse en este caso, o en el caso del fetichismo, por ejemplo, cuáles podrían ser esas situaciones de deterioro social o laboral aparejadas a la parafilia. Es claro que no hablamos del perjuicio, ni del daño o del crimen, en tanto se trata de prácticas consensuadas -esto no cuenta, sin embargo, para los casos de sadismo sexual. Por tanto, este segundo gran criterio ya se ve fuertemente restringido.
Si vamos al deterioro social y laboral ¿qué tipo de deterioro podríamos imaginar en estos casos? Resulta algo disparatado pensar que esa parafilia se traduzca en el deseo de ser azotado en el escritorio de trabajo frente a los demás compañeros, de forma tal de convertirse en trastorno. Podemos pensar, por ejemplo, el llegar con marcas propias de las sesiones BDSM al trabajo y que esto resulte en un problema, pero ahí hay que preguntarse si el trastorno está en la sexualidad de la persona o en la dificultad de adecuación con ciertas normas de decoro laborales, y en todo caso ¿eso es “patologizable”? Y ese malestar significativo que generan, ¿no podría ser por tanto también una consecuencia de ese mismo contexto? Pudiera ser que el contexto adverso fuera el que generara la angustia, y angustia frente a esa sensación de “desviación” que se siente con esa excitación particular. Pero esto, y dando un salto importante, ¿no es similar en algún punto a las consultas por “homosexualidad” durante el siglo XX? Mirado desde este lado de la historia, podríamos pensar que sí. Y si así fuese ¿no podría pensarse lo mismo de las dificultades que enfrenta una persona homosexual en un contexto social especialmente adverso, una familia o una comunidad especialmente tradicional, observante de prácticas religiosas que la prohíben? ¿Sería ya disparatado pensar que las “terapias de reorientación sexual” buscan llenar ese espacio frente a la propia sexualidad? Probablemente, pero en todo caso estas preguntas no dejan de mostrar lo endeble que resultan estas (como tantas) clasificaciones.
Para cerrar ya esta sección, volvemos al listado de las parafilias en la CIE-10 y la CIE-11, a ver si estas preguntas respecto del criterio nos dan alguna guía para pensar el proceso general. Nos habíamos concentrado en la necrofilia, pero habíamos mencionado el conjunto de parafilias: es hora de mirar el mapa completo. La CIE-10 mantenía pocas parafilias no relacionadas con problemas del consentimiento: el fetichismo, el fetichismo travestista y el masoquismo dentro de la categoría más amplia del sadomasoquismo. Como dijimos, la CIE-11, por su parte, casi elimina por completo los contenidos referentes a la perversión, pero veamos el caso más de cerca. Las primeras parafilias listadas caen sin duda dentro del eje de daño, como falta de consentimiento, y son el Trastorno exhibicionista (6D30), el Trastorno voyeurista (6D31), el Trastorno pedofílico (6D32), el Trastorno por sadismo sexual coercitivo (6D33) y el Frotismo (6D34). Hasta aquí no hay dudas, y es interesante y significativo que se agregue lo de “coercitivo” al sadismo sexual, al mismo tiempo que la descripción explicita que se “excluye específicamente al sadismo y masoquismo sexual consensuado”.
Quedan dos casos problemáticos, que son los dos “cajones de sastre” de la clasificación:
El primer cajón de sastre es el Trastorno parafílico que involucra comportamientos en solitario o individuos que dieron su consentimiento (6D36) y que según la definición se caracteriza por el patrón de excitación sexual atípica, que involucran a adultos que dieron su consentimiento o son conductas en solitario. Hasta aquí, parecería que tenemos una vuelta al eje de la perversión. Pero esa no es toda la historia, en esa atipicidad tienen que aparecer al menos uno de dos elementos: la persona debe experimentar un marcado malestar por ese patrón de excitación y, además, quizá viendo los problemas que señalábamos antes con el masoquismo en el DSM-V, ese malestar no es únicamente la consecuencia del rechazo o temor al rechazo de los demás por culpa de ese patrón. Y, por último, recurriendo también a la nocividad, ese comportamiento debe involucrar un riesgo importante de lesión o muerte para el individuo, como por ejemplo en la asfixiofilia.
Y el segundo “cajón de sastre”, que ya lo hemos mencionado, es el cajón (¿o el ataúd?) en el que ha caído la necrofilia, titulado, como dijimos Otros trastornos parafílicos que involucran a personas sin su consentimiento (6D35). Hemos citado parte de su definición pero, para comodidad de nuestro estimado (y acaso algo remolón) lector, lo citaremos nuevamente da manera completa:
El trastorno parafílico de otro tipo que involucra a individuos sin su consentimiento se caracteriza por un patrón sostenido, focalizado e intenso de excitación sexual, que se manifiesta con pensamientos, fantasías, deseos intensos o conductas sexuales en donde el objeto del patrón de excitación involucra a otros que no están dispuestos o no pueden dar su consentimiento y que no está específicamente descrito en ninguna otra categoría de los trastornos parafílicos (p. ej., patrones de excitación que involucran a cadáveres o animales). El individuo debe haber actuado según estos pensamientos, fantasías o urgencias o experimentar un marcado malestar debido a ellos. El trastorno excluye específicamente las conductas sexuales que ocurren con el consentimiento de las personas involucradas, siempre que tengan la capacidad de dar su consentimiento.
Pero Bertrand nos sugiere una pregunta extravagante, absurda, completamente delirante: según esta definición, si una persona fallecida hubiese firmado alguna especie de consentimiento con alcance post mortem para el uso erótico de su cadáver, ¿eso alcanzaría para excluirla de una forma patológica de sexualidad? De ser así, Armin Meiwes, apodado “el Caníbal de Rotemburgo” podría sentirse finalmente desagraviado, pero eso ya es otra historia.
Clasificaciones (y nervios) estallados para concluir
Hemos ido analizado a lo largo del texto algunas clasificaciones al uso para pensar ciertas sexualidades que, por diferentes motivos, han sido consideradas como patológicas. Si ha quedado bien escrito, no diré que he alcanzado a demostrar, pero sí quizá a indicar o sugerir que desde Kaan a la CIE-11 uno de principales cambios que pueden apreciarse en esa progresión histórica de las parafilias ha sido el desplazamiento desde la cuestión de la desviación hacia el problema del consentimiento (mejor, de la falta de él). Sería ingenuo asombrarse de la coincidencia tan marcada entre criterios de validación moral de la sexualidad y criterios de validación sexológica, psiquiátrica o médica.
Ya Foucault, en Historia de la Locura en la Época Clásica, al analizar la evolución de las clasificaciones de la locura entre Plater (1609) y Weickhard (1790) señalaba que el intento de cuño positivista de esa actividad clasificadora, al querer clasificar únicamente según las señales visibles, terminaba tropezando siempre con la aparición de un principio que altera el sentido de la organización. Esa alteración tomaba dos formas principales: la de una denuncia moral o la de un sistema causal; y ese principio ajeno que se terminaba filtrando no era otra cosa que la sinrazón (déraison).
Creo que esto que mencionaba Foucault también nos ayuda a pensar el tema que hemos propuesto aquí: el consentimiento como principio moral de la sexualidad fue de alguna manera colonizando las concepciones médicas sobre la sexualidad, al precio de tener que esconder la posibilidad misma de pensar toda forma de desviación, por más repugnante que resulte como la necrofilia, o por más detestable que se muestre, como la pedofilia. De proseguir (o profundizarse, si cabe) este proceso, sólo se podrán mirar estas antiguas desviaciones a través del lente de los problemas del consentimiento. O para decirlo de otra manera (de una “arjonesca” manera que espero me disculpen), el problema no es el deseo de sexo con un cadáver, el problema es que el cadáver no haya dicho que sí. Reemplácese en la frase anterior el término “cadáver” con “animal”, “niño”, “espectadora sorprendida de una exhibición de genitales”, “pasajera de colectivo” y obtendrá no solo el listado vigente de trastornos parafílicos sino acaso también un éxito radiofónico.
Pero comenzamos con Krafft-Ebing y con Deleuze y vamos a terminar también con ellos. Para que no se sospeche que lo único que hemos leído es a Foucault, volveremos a citar un divertido pasaje de Deleuze en su curso sobre Sacher-Masoch. Allí contará, en una nota al pie, que Psychopathia sexualis de Krafft–Ebing, en la edición revisada por Moll, es la más grande compilación de casos de perversión más abominables. Y en estos casos se relatan los diferentes crímenes, bestialidades, despanzurramientos y necrofílias, con la necesaria sangre fría científica y sin la menor pasión ni juicio de valor. Pero en la observación 396, destinada a los fetichistas cortadores de trenzas, el comentario cambiará de registro y señalará que esta gente es tan peligrosa que habría que encerrarla por largo tiempo en un asilo hasta que, eventualmente, se curen. Dirá también que no son merecedores de piedad, y que cuando piensa en el dolor inmenso causado a la joven que se ve privada de su cabellera le resulta incompresible que no se los encierre ya por tiempo indefinido. Y concluye Deleuze su anotación:
Semejante estallido de indignación contra una perversión modesta y benigna obliga a pensar que el autor está inspirado por poderosas motivaciones personales que lo desvían de su método científico habitual. Debe concluirse pues que, en el momento de la observación 396, los nervios del psiquiatra han estallado, lo que debe ser una lección para todo el mundo.
Con los nervios destrozados o no, en cualquier caso, creo no cabría decir que se propugna desde estas páginas una vuelta a la moral sexual: la moral sexual sigue existiendo, ha cambiado de formas, y la psiquiatría no ha hecho más que seguir acompañándola. ¿Es posible pensar un momento en que esos dos caminos, el de la moral y el de la enfermedad mental, se bifurquen finalmente? Y ya me imagino una posible repregunta ¿deberían hacerlo?
(artículo publicado en el número 20 de ATLAS)
contacto: IG @mundoatlasIG

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