En su libro “Los fantasmas de mi vida” (1), Mark Fisher desarrolla la idea de un mundo que vive el siglo XXI transcurriendo en un presente absoluto, o mejor dicho, sin tiempo. La vanguardia del siglo XX, dice, nos daba, con su delirio recombinatorio la idea de que la novedad estaría disponible infinitamente. Sin embargo, el siglo XXI se ve oprimido por una sensación de finitud y agotamiento. No se siente como el futuro, es como si no hubiese comenzado.
Fisher retoma una idea de Franco Berardi (2) que planteaba que desde la décadas del 70 y el 80 la idea de futuro, tal como se construyó en la civilización moderna y tuvo su apogeo luego de la Segunda Guerra Mundial, había comenzado un lento pero inexorable declive.
Esta “lenta cancelación del futuro” (3) generó como reacción la aceleración de la novedad. Intentar tapar con múltiples estímulos el vacío que se iba haciendo espacio en la trama existencial. El aumento de la necesidad de novedad trajo un aumento de consumo y la obsolescencia programada, que hasta entonces tenía su mayor fuente de aceleración en lo estético (las cosas perduraban en su funcionalidad pero quedaban abandonadas en su uso por estar “pasadas de moda”), pasó a centrarse en el cese de la funcionalidad. Esto trajo nuevos problemas: la contaminación ambiental por los desechos multiplicados en su volumen y velocidad, y una fragilidad en las posiciones sociales de la población intermedia, que todo el tiempo tiene que producir ya no para progresar sino para mantenerse. De un imaginario de clase media que descansaba sobre la verdad empírica de estudiar una carrera para ascender en la escala social a las profesiones precarizadas y carreras que se extienden en ramificaciones infinitas de posgrados cuyo único valor pareciera ser acumular títulos que no se van a usar o alimentar una maquinaria de formación para la formación. De la idea de entrar a un trabajo siendo cadete y terminar como gerente a ir cambiando de trabajo en intervalos cada vez más vertiginosos, repitiendo ciclos.
El tiempo es ocupado en producir. El tiempo que simplemente discurre, es vivido como un tiempo perdido, como un retardo en la carrera por lograr algo que aun en los casos en que se logra, no dura nada. En un ensayo del libro El mundo como un supermercado (4), Michel Houllebecq ya advertía que hoy una forma de ser revolucionario era simplemente pararse al costado, quieto, sin hacer nada.
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Así, ya no es posible funcionar si no se está al día y la única forma de estar al día es obteniendo objetos, ya sea comprandolos (y eso trae más tiempo de trabajo, menos tiempo de disfrute, y, a modo de un rápida compensación, más necesidad de una evasión rápida hacia la novedad) u obteniendolos ilegalmente (lo que ha generado que los temas policiales, que antes ocupaban una pequeña zona de un par de páginas en los diarios pasaran a ser tema de agenda constante, más que la salud y la educación y hasta del deporte, lo que es decir mucho).
La hipótesis que se plantea es que la pandemia catalizó este proceso. Las primeras semanas de aislamiendo social preventivo y obligatorio (ASPO) se soportaron con el envión del multitasking productivo y cierta celebración de la idea de tener más tiempo para poder hacer todas esas cosas que se hacían forzadas o con culpa de estar usurpando tiempo monetizado. Cambiar tiempo de traslado a lugares de trabajo por tiempo hedonista impresionaba como un buen negocio. Las personas aisladas y con tiempo, se sometieron a miles de estímulos a través de las pantallas (cursos, reuniones, clases de gimnasia y hasta zoompleaños). Frenar no era una opción. Con el correr de los días la solución de la “novedad” del zoom y más tiempo libre no aguantó. Acabado el poder de lo novedoso de la cuarentena pero aun persistiendo la única medida eficaz de prevención, la calesita de nuevos estímulos se detuvo. Y se dejó ver otra vez el vacío ya sin el consumo que lo cubra. La nueva situación provocó una necesidad de emergencia: que diga algo del porvenir, que si bien no traiga la novedad, al menos se anuncie como una promesa, como una pre order de un futuro posible. La idea de futuro quedó así del lado del espejismo, como esa mancha de agua en la ruta que aparece a lo lejos pero a la que nunca se llega. “El pico”, “la inmunidad de rebaño” y “la vacuna” fueron las pobres construcciones sobre la que la novela del futuro intentó e intenta armarse. Volver a lo de antes, que es volver a tener futuro.
Del otro lado, la negación y el ofrecimiento de la reapertura del consumo para soportar el vacío, que como sabemos, a veces se le tiene más pánico que a la propia muerte.
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La idea del tiempo como una línea de progreso generó en un primer momento que hasta se pensara la pandemia como la caída del capitalismo (5). Nada de esto ha sucedido. La paradoja (o la confirmación de lo que se está diciendo) es que estas palabras son escritas en agosto y verán la luz en el congreso virtual de septiembre/octubre. Acontecimiento más, acontecimiento menos, estaremos en los mismos laberintos.
Las consecuencias
Al desarmarse la estructura de la cronovela (pensando la idea como la narrativa de sentido que se monta sobre la linea del tiempo) se percibe la existencia en un mundo discrónico, donde cualquier punto del tiempo puede irrumpir en cualquier otro porque ha caído la idea de historicidad (4). Así el mundo se revela como una versión anodina del comic “Xenozoic Tales” (también conocido como “Cadillacs and Dinosaurs”), una historia discrónica donde T-Rexs comparten un mundo con autos deportivos, en una hermosa alegoría sobre los recursos naturales (el combustible que mueve los autos y los dinosaurios que los aplastan).
Si el presente no se puede asir (6), si el futuro no se inscribe como un lugar de progreso, la cronovela queda encerrada en un bucle. Ese bucle se puede apreciar en muchos detalles. En la cultura popular, haciendo el ejercicio de pensar un artista actual y llevarlo 25 años atrás en el tiempo: ¿verían los habitantes de 1995 al llegado del 2020 como alguien tan extraño como si alguien de 1995 apareciera en 1970? El sonido de los discos, las tramas de las series, no se apreciarían como extrañas sino más bien como una simplificación de lo que ya estaba.
No solo que nunca llegaron los autos voladores en el 2000 sino que vamos yendo hacia la vuelta de la tracción a sangre. En nuestro mundo psiquiátrico, esto se representa con la introducción como “novedad” en la investigación farmacológica a experimentos psicodélicos de los años 50s (7)
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La caída de la cronovela que discurría hacia el futuro y la angustia de un presente continuo ha generado otra reacción que cada vez tiene más resonancia en los medios y las redes sociales, que son las cámaras de eco y formadores de opinión actuales: un retroceso hacia el pasado rancio. Si no hay futuro, si enfrente hay un precipicio, escapar hacia atrás, hacia el pasado, parece ser una opción válida. Lo curioso, o no tanto, es que no se busca volver a momentos luminosos sino al oscurantismo. Como si en la ensalada discrónica, Grecia, la ilustración y la modernidad pertenecieran a un mismo tumor que los asustados habitantes de este tiempo tienen que extirpar con un amplio margen de seguridad que lleve al medioevo.
Así, el terraplanismo, los antivacunas y los chips de control se presentan como protagonistas fuertes para sostener la cronovela ya transformada en un “Elige tu propia aventura” (7).
Es el giro desesperado de un guionista que introduce zombies en Romeo y Julieta.
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Clínica del presente
Que no se perciba el futuro como antes no significa que el tiempo no pase y que las personas tengan una vida. El acento está en ver sobre qué aspecto de aquello que llamamos “vida” se sostendrá su deseo de subsistencia. Si cae la trama social del progreso (“empezar como cadete y terminar como gerente”, “estudiar una carrera para ser alguien”, “casarse y comer perdices”), si la trama psicológica naufraga en un contexto de queja narcisista en las redes sociales que reaccionan a la agenda de las propias redes (cadillacs chocando dinosaurios), el campo que se vuelve más habitable materialmente es el de lo biológico. ¿Cuántos estudios complementarios se realizan hoy con respecto a 10 años atrás? ¿cuántos dan como resultado una anodina normalidad que podía haber sido diagnosticada con semiología clásica y básica? ¿de dónde surge la certeza de la sospecha, tanto en pacientes, que consultan por una cefalea común que leen como un ACV o en profesionales, que indican tomografías y resonancias como rituales compulsivos? ¿Se busca en el cuerpo esa narrativa perdida? ¿Es el cuerpo el último link confiable entre el paso del tiempo y la novela?
El problema de que caigan las novelas sociales y psicológicas y quede sólo la biológica es que es una novela trágica. La angustia de existir, que en los nihilistas toma un cariz de narcisismo poético (en el fondo sabemos que a los nihilistas les encanta existir como nihilistas), en el cuerpo aparece como el devenir hacia la muerte. Las consecuencias de esa lucha se ven a diario: la ansiedad por el diagnóstico como una forma de bajar la incertidumbre de la espera, la vuelta a la popularidad de tratamientos “médicos” folklóricos y postfolklóricos que compiten cada vez más de igual a igual con la ciencia, quizás porque los deslices científicos fueron convirtiendo gran parte de lo que se autodenomina ciencia en un folklore más.
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El deshoje de la cronovela
En un fragmento de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, un cuento de Borges escrito en 1940, un detalle cronológico que quizás no importe, cuando habla de las escuelas filosóficas de esa tierra inventada, comenta lo siguiente:
“… Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable”.
Es una exageración contextual, una ficción, pero algo de esta idea aparece entre los discursos de la angustia de estos días. Es que si, como dijimos antes, la potencia ficcional que se montaba sobre el paso del tiempo ha sido roída, lo que se percibe es que “el tiempo no pasa” o peor aún: que el tiempo sigue su inercia en solitario, apoptótico, desacoplado de las biografías de las personas.
Se ha dejado en suspenso la cronovela decimonónica, llena de situaciones y personajes con arcos dramáticos definidos y tramas anudadas vitalmente por los rituales. Esos rituales que podrian pensarse como un tiempo y espacio encapsulados en una exaltación de sentido. Y se ha activado la cronovela experimental, fragmentada, repetitiva, disociada, donde una acción no necesariamente lleva a otra acción sino a un lamento, a una queja o simplemente a una inhibición. Y donde los rituales han perdido el carácter determinante.
Vale la pena mencionar que esta inhibición del movimiento proviene también del mundo externo. No solo en lo obvio, el aislamiento, sino también la inhibición de los desarrollos económicos, sociales y profesionales.
Las personas se encuentran inhibidas dentro de un domo de inhibición. Es el coronavirus el único con un permiso universal de circulación. La gran incógnita será ver cuántos pasamanos estarán disponibles cuando el capitalismo tardío vuelva a acelerar y, como en un gran baile de la sillas, algunes puedan reenganchar su cronovela decimonónica (que ya no serán puras, sino versiones zombies de Balzac o Flaubert) y otres quedarán parades pensando cómo acoplar el tiempo a una biografía ya no en una vida ordenada progresivamente sino articulada en fragmentos cuyo sentido será dado en cada instante.
Marcos Zurita, 2020
1 Fisher, M. Los fantasmas de mi vida (Caja Negra, 2018)
2 Berardi, F. Después del futuro (Enclave, Madrid, 2014)
3 Fisher, M. idem
4 Houellebecq, M. El Mundo Como Supermercado (Anagrama, 2004)
5 Zizek, S. Coronavirus es un golpe al capitalismo al estilo de ‘Kill Bill’ y podría conducir a la reinvención del comunismo (Publicado en Russia Today 27 de febrero, 2020).
6 Fisher, M. idem
7 Fabrissin, J. Lo que llamábamos droga ahora será llamado psicofármaco (ATLAS 19, Junio 2020).

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