[libros] Apuntes sobre el suicidio – Simon Critchley (Alpha Decay, 2022)

Simon Critchley nació en Herfordshire, UK, en 1960. Es filósofo y desde 2004 imparte clases en la New School for Social Research de Nueva York. En 2021 la Academic Influence (sic) lo nombró uno de los veinticinco filósofos contemporáneos más influyentes. 

Con esos pergaminos en la solapa, la lectura de este ensayo confirma un prejuicio. Dar clases en EEUU o ser nombrado como influencer académico, no es garantía de nada. 

La versión original de este ensayo fue publicada en el 2014. En pandemia, el autor consideró darle una relectura y le agregó un prólogo que funciona como una especie de respuesta a algunas críticas, aclaraciones innecesarias (los textos hablan por sí mismos, no hace falta defenderlos) y, por qué no pensarlo, una forma de aumentar su volumen (los editores españoles no lo consideraron suficiente y agregaron las páginas de la obra “Sobre el suicidio” de Hume, ya sin derechos de autor, para que la extensión superara las 100 páginas).

Simon Critchley (SC) elige como epígrafe una frase de John Day, un impresor del siglo XVII, que dice : “La vida es muerte y la muerte es vida” [dejo este espacio para reflexionar]. Juan Gabriel, el célebre autor de canciones románticas – en el sentido de la tragedia pop mexicana, no en el sentido alemán-, tres siglos después, expresaba la misma idea de una forma menos concreta y más poética: 

Aunque me digas que no puedes olvidarme,

En este mundo nadie es indispensable,

Tu puedes ser feliz sin mi y yo sin ti,

Y aunque me digas

que yo soy toda tu vida,

Y como en todo lo que hay vida existe muerte,

Y yo no quiero ser la muerte para ti

Pero dejemos la periferia y vayamos al texto. Dice SC: “Cuando escribí estos Apuntes sobre el suicidio, mi propósito era sencillo: tratar de abrir un espacio para reflexionar sobre el suicidio como acto libre, y ampliar, en la medidas de las posibilidades, el léxico de dicha reflexión”. 

SC cree estar diciendo algo original pero no hace tanto tiempo, apenas unas decenas de años atrás, Thomas Szasz se metió en ese barro con Fatal Freedom: The Ethics and Politics of Suicide (1996) y, releyendo algunas partes de ese libro para escribir esta reseña, hay que decir que lo hizo de manera mucho más consistente y con menos tibieza narcisista que Critchley. 

Porque sí, este ensayo es un “ensayo del yo”. Suena horrible y la verdad que por momentos lo es. Apenas dos páginas después de sentar posición en esa primera frase, SC dice “me opongo profundamente a cualquier argumento que afirme que la soberanía de Dios, un monarca, un país o una comunidad ha de ser el fundamento de la prohibición del suicidio. Asimismo, recelo de aquellas afirmaciones de soberanía individual que defienden cualquier expresión del derecho al suicidio como una simple elección racional o una libertad civil evidente en sí misma”. Se opone profundamente a A y recela de B para poder preservar su narcisismo en una zona de no conflicto, en la inmunidad diplomática ficticia del “ni muy muy, ni tan tan”.

El ensayo tiene dos problemas graves, además de la cuestión de estilo o quizás como consecuencia de ese estilo yoico. Uno es que está sesgado por el mundo sociocultural del autor, que es un académico del primer mundo lleno de prejuicios. Así, habla del calentamiento global como un tema de “enorme trascendencia” o de las redes sociales, a las que eleva a “una relación de causalidad, o cuanto menos una correlación (sic) con trastornos del ánimo y suicidios”, pero no menciona las crisis económicas generadas por una distribución de la riqueza cada año más injusta, ni las casi inexistentes posibilidades de ascenso social de las nuevas generaciones, ni el deterioro de las conquistas sociales de las anteriores. En otras palabras, universaliza sus white people problems (y prejuicios reaccionarios). También mete de forma forzada la cuestión de género (hay que ganarse el grant). Por momentos tiene una impunidad de opinador de tele, abraza la teoría biológica y se pregunta de forma retórica si “los patrones de conductas suicidas podrían explicarse mejor orgánicamente, con arreglo a la neurobiología e incluso a los niveles de serotonina”. Ya le contestó Moncrieff, pero resulta exasperante o gracioso (según la paciencia con que uno lea esto), escuchar a un académico social bajo un teflón de legitimidad hablar de la serotonina. Sin embargo, lo que decididamente es irritante es que después de decir eso, aclare “carezco de la formación especializada necesaria para plantear una opinión informada y útil al respecto”. Entonces, querido Simon, calla. 

El otro grave problema que tiene el estilo y el contenido de Critchley es que es profundamente moralista. Como ejemplo, basta su demonización de los celulares: llega a decir que si bien la Gran Recesión del 2007-09 puede ser que haya incidido en los suicidios “no hay duda de que uno de los factores principales es la adopción acelerada e increíblemente generalizada del smartphone y la difusión de las redes sociales”. Suena a viejo que se pierde el tren (En mi época…). Llega a decir que “es indiscutible que hay una relación entre el uso de redes sociales y las ideas y conductas suicidas”. 

Estamos frente a un filósofo que habla desde absolutos y prejuicios. Que no se hace preguntas, que tira postas y que su corpus teórico más importante es mirarse al espejo y recitar un salmo de autoindulgencia. 

Dice en el extenso prólogo: “Dejando de lado los datos empíricos y pensando en un terreno más próximo a la intuición y los sentimientos personales…”. Esa línea ya es suficiente para tirar el libro al fuego e ir salando la entraña y pinchando los choris, pero uno se brinda al lector, a esta reseña y la lectura continuó.

Otro problema con este filósofo que no se hace preguntas reales es que se nota que leyó muchos papers sin un ejercicio de priorización, lo que lo lleva a no poder discriminar los sesgos (se va a excusar que no es su saber) y se come todas las falacias de correlación (es alguien que leería con inocencia aquellos gráficos que mostraban la correlación entre el número de personas ahogadas al caer a una pileta y las veces que aparece Nicholas Cage en una película). 

Uno puede pesquisar el sesgo del autor (su moralidad, su autolegitimación, su venta de humo) en ciertos conectores y firuletes de estilo. Hay que hacer la salvedad que estoy leyendo una traducción, pero no creo que el original en inglés sea muy diferente en estas cosas.

Critchley esconde sus prejuicios en “sabemos que..”, “es sabido..”, “hay pruebas”, “están bien documentados” y hasta un triste “es indiscutible”. 

El ensayo original

Luego del update del 2020, el libro del 2014 arranca con una primera linea que dice “Este libro no es una nota de suicidio”.

Luego deviene en un resumen de la historia punitiva del suicidio como autohomicidio, el origen en la religión y las leyes y menciona a la psiquiatría como la bisagra que cambió la categoría de ¨pecado¨por la de ¨trastorno mental¨. Sin embargo, dice SC, “el juicio moral implícito sobre el suicidio que nos ha legado la teología cristiana permanece intacto”.

A la sombra del libro de Szasz, cuyo estilo es abiertamente confrontativo y mejor documentado, estos parecieran ser realmente “Apuntes” sobre el tema. Ahí no mintió.

En la primera parte de la obra, SC nos cuenta que tuvo ideas suicidas (da su testimonio), que se aisló en un hotel en un pueblo costero alejado para escribir sus verdades y nos recomienda que veamos un capítulo de True Detective. Se permite una lírica insuflada: “escribir es ausentarse de la vida”. 

En la segunda parte, enumera datos históricos y cuestiones filosóficas. Mantiene algunas líneas de pensamiento que llegan a lugares como “Además, si la vida es sagrada, entonces toda la vida lo es y también estará prohibido arrebatarle la vida a las vacas, las ovejas, los pollos o los peces para alimentarse (…) ¿Y acaso las frutas y verduras no están vivas también?”.

El libro tiene dos capítulos más. No los quiero aburrir, solo diré que en uno cuenta que hizo un taller sobre Cartas de Suicidas en una librería de Nueva York y que se armó un debate por un periodista que contó del evento. Obviamente cuenta que estaba su mujer en el taller y que él no pudo escribir su propia carta suicida (yo, yo, yo). En el último intenta cerrar sus líneas de pensamientos de calles cortadas exclamando que no hay que esperar ninguna revelación, y básicamente que hay que vivir el presente con lo que se tiene y ya. Nombra a Blanchot, a Virginia Woolf, y a Kurt Cobain y se permite defender tibiamente la eutanasia. No se va a morir de originalidad. 

MZ


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